En Los Márgenes, dirigida por Juan Diego Botto y escrita por el propio Botto y la periodista Olga Rodríguez a partir de las historias y vivencias de la Plataforma de Afectados/as por la Hipoteca (PAH) cuenta varias historias que se entrelazan en torno al problema (a la tragedia) de la vivienda en nuestro país.
Sin embargo, la película cuenta muy bien algo que no está directamente relacionado con el problema de la vivienda. En los Márgenes es también una película sobre la percepción del tiempo y la atención cuando tu vida está en el alambre. Cuando la vida está en riesgo, todo se vuelve un desafío y si cualquier cosa, cualquier elemento por azaroso que sea, se ve arrastrado por dicha precariedad (perder un autobús que estabas esperando para ir a recoger a tu hija, no llevarle un papel a la trabajadora social que está tramitando tú renta mínima, llegar tarde al trabajo porque tu hermano que también está en paro te ha pedido que le hagas el favor de ir a buscar no sé qué cosa que necesita, etc, etc). Es un relato de vidas al límite, que sostienen espacios colectivos con muy poco.
La novelista Sara Mesa abunda en esta tensión entre precariedad material y participación institucional en un pequeño ensayo fundamental llamado Silencio Administrativo.
Silencio Administrativo describe a la perfección cómo el conjunto del sistema de ayudas público conspira contra la vida cotidiana y las urgencias de las personas a las que debería defender. Toda la enorme maraña de procesos burocráticos, auténticos exámenes de idoneidad de las administraciones contra las personas pobres, expulsa de facto a la gente que más lo necesita de las ayudas que tiene, aparentemente, a su disposición. Basta hablar con cualquier trabajadora o trabajador social para saber que su trabajo es un sumidero de horas dedicado a tramitar ayudas.
Hay una relación muy directa entre falta de recursos y falta de tiempo. Y por tanto, una relación muy directa entre participación democrática, atención a los asuntos públicos y precariedad.
El pasado miércoles el CIS presentó un nuevo informe en el que analizaba, de forma complementaria a sus barómetro electoral, lo que llamaba los "hábitos democráticos" de los españoles. Por desgracia, ninguna de estas cuestiones se pone encima de la mesa. La participación democrática no se encuentre entre los hábitos democráticos que quiere analizar el CIS y que se resumen en los siguientes tres ejes de preguntas.
Un primer bloque destinado a saber si nos gusta más la democracia u otros sistemas y que, a pesar de la abrumadora respuesta favorable a los parabienes de la democracia parlamentaria y al sistema institucional español, ha destacado por situar que uno de cada 4 votantes de VOX podrían preferir otros sistemas algo más autoritarios.
Al leer esta información, sin duda destacada por el propio CIS, me temo que con la intención de asustarnos en vez de contarnos lo extremadamente sana que es la percepción de la ciudadanía del hecho democrático, servidor ha pensado que bueno, que de ese 1 de cada 4 votantes de VOX se podrían hacer cargo los otros tres votantes de Vox que si están a favor de la democracia y el resto dedicarnos a fines más nobles.
Por tanto, en el primer bloque lo que destaca realmente es que la democracia tal y como la conocemos nos parece, en general, bastante bien. Al menos mejor que las alternativas.
El segundo bloque tiene que ver con la crispación, que por supuesto preocupa muchísimo a la ciudadanía española. Lo curioso es la forma concreta en la que el CIS aborda la solución a dicha crispación.
El tercer bloque hace referencia a la necesidad o no de que el PSOE y el PP, lo dice explícitamente en la pregunta, lleven adelante pactos de Estado. Algo que la ciudadanía comparte con distintos niveles de intensidad. Por tanto, si hubiera tres o cuatro pactos de estado en asuntos clave en los que el PP y el PSOE se dieran la mano, la política estaría cumpliendo lo que – para el CIS – representa una buena salud democrática o, citando el informe, unos buenos hábitos democráticos. La democracia, al final, reducida al viejo bipartidismo y convertida en el mecanismo de gestionar los acuerdos y no tanto los disensos.
Lo que pasa es que un hábito no es es eso. Un hábito es algo que uno mismo hace y que requiere de una cierta cotidianidad, persistencia y repetición. Por tanto, los hábitos democráticos no son las cosas que la ciudadanía le pedirían hipotéticamente a los partidos, sino las formas concretas en las que de forma cotidiana ejercemos la democracia. Eso tiene que ver con otras variables que ni están ni se las espera.
Por ejemplo, un hábito democrático tiene que ver con la participación (o no) de la sociedad en estructuras de la propia sociedad civil. España es un país con niveles de asociacionismo muy bajos en todas las escalas. Desde clubs deportivos o de senderismo, a asociaciones vecinales, gremiales, sindicales o de cualquier otro tipo.
Otro hábito democrático mide las posibilidades reales, o los deseos de participación más allá de la esfera del voto. Una posibilidad que ni siquiera existe en España, sino que le pregunten a la sociedad civil catalana lo que sucede cuando uno quiere organizar una consulta.
¿Cree usted que la ciudadanía tiene derecho a participar en los asuntos que la afectan de forma directa? Es una pregunta que el CIS tampoco hace.
Y quizás el problema es ese, que la institución que debería situarse en el centro del análisis de las corrientes de fondo de la democracia española, la que nos debería servir para extraer complejidad en un momento político y social ciertamente complicado, se dedica más bien a orientar la opinión pública con reducciones del hecho democrático que no nos dejan entrar en la parte más compleja de los asuntos, esa que como decía al principio, sitúa el eje de la participación más bien en la desigualdad.
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