Un astronauta en la corte del Rey Arturo y un facha en los Goya. En la primera, un ingeniero aeronáutico, por la activación de unos campos magnéticos, acaba retrocediendo en el tiempo hasta la época medieval. En la segunda, un tipo de mentalidad medieval, disfrazado con un esmoquin más feo que el pasado de Mario Conde, logra que una comunidad autónoma retroceda en el tiempo sin necesidad de activar campos magnéticos. La primera es una película de Disney. Lo segundo, un hecho demostrable que ojalá fuese solo el argumento de una película.
Ver a un facha en una actividad cultural es más insólito que la presencia de un astronauta en la corte del Rey Arturo. Ellos son más de cacerías, peñas taurinas y ese tipo de actividades en las que pueden lucir esas prendas acolchadas verde oliva que tanto les gustan. El facha debió desempolvar el esmoquin que llevó en su boda, que ya no le sentaba bien, y avanzó por la alfombra magenta de los premios con las piernas separadas y la zancada de cowboy de Aliexpress.
Cuando un facha habla, sus palabras suelen deslizarse por su aliento con la chulería del terrateniente, del gañán de buche henchido al que, como le sucedía al protagonista de El traje nuevo del emperador, nadie le ha dicho que va desnudo. Al facha le encanta la provocación desde la salvajada. Cree que irritar a un demócrata, vulnerando los más elementales códigos de la convivencia, es una medalla al valor. Por eso un facha sería capaz, por ejemplo, de llamar "señoritos" a los productores del cine español, decir que solo viven de subvenciones para acabar rodando películas muy malas que no interesan a nadie y luego, con sus santos cojones, presentarse en la ceremonia de los Goya porque cree que su presencia va a escocer. Porque lo que para cualquier persona es una irresponsabilidad, para un facha es una demostración orgullosa de su masculinidad tóxica y ególatra. Lo que para nosotros es educación, para un facha es cobardía.
A un facha no le interesa la cultura. Y menos aún el cine español. Piensa que es un nido de rojos que más valdría exterminar. Pero acude a la gala de los Goya porque, casi con seguridad, a su pareja le hacía mucha ilusión ver de cerca a José Coronado e intentar hacerse una foto con él. Y el facha, que es un caballero de los de antes, de los de mucho antes, va. Aunque le interese una mierda todo. El facha se traga una gala con un actor denunciando la emergencia climática mundial que él niega; con una actriz reclamando los derechos de las personas trans que él detesta; con una directora exigiendo el fin del genocidio en Gaza que él justifica; con una compositora premiada por versos como "yo te quiero querer sin miedo a que puedan volver", cuando el temido es él; con un actor solidarizándose con el pueblo argentino que asiste a la destrucción de su Estado de Derecho a manos de un político al que el facha admira; y con toda una profesión posicionándose contra el acoso sexual y la violencia de género que él afirma que no existe. "Lo hice por ella", le dirá el facha a sus amigos fachas en la barra de algún bar de mueble color remordimiento.
Dicen que es la primera vez que un facha asistía a una entrega de Premios Goya. Lo dudo. Algún facha en el armario ya habrá visitado la gran fiesta del cine español. Tal vez lo hiciese con prudencia, esa que ahora han perdido en nombre de la bravuconería. Pero mi pregunta es: ¿sabrá el facha que es facha? Porque si hace una semana estuvimos hablando de lo importante que es apoderarse del insulto, desactivarlo y resignificarlo, me resulta curioso constatar lo mucho que les molesta a las personas de derechas que les llamen fachas. Algo que el talentoso equipo de guionistas de Polònia, el programa de sátira política de TV3, demostró, con un ingenio rápido como la pólvora, haciendo una versión del Zorra de Nebulossa. El mismo número de fonemas tiene la palabra "zorra" que la palabra "facha", incluso que la palabra "fruta". El propio título del programa catalán es una reapropiación del menosprecio español, o sería más adecuado decir madrileta, que señaló al catalán, en tono peyorativo, con el término "polaco".
De momento, las derechas no parecen estar interesadas en reapropiarse de la palabra facha. Quizá porque la palabra tenga más de descripción que de insulto. Para mí no es lo mismo una persona ideológicamente situada a la derecha que un facha. Lo que sucede es que el partido político hegemónico de la derecha democrática española, que siempre ha presumido de acoger bajo su ala de gaviota a todo el espectro ideológico, desde el moderado hasta el facha, ahora tiene que negociar con su hijo violento e independizado. Y en esa negociación ha optado por asumir como propia la violencia y el exabrupto del hijo en lugar de enseñarle educación y valores. Y ahí es donde "lo facha", como el cordyceps de The last of us, lo infecta todo.
Como en el cuento de Hans Christian Andersen del que les hablé al principio de esta columna, siempre hace falta que alguien señale lo evidente. En una gala de casi cuatro horas tuve que esperar a los últimos veinte minutos para que una persona aludiese a la presencia del facha en la sala. Y, como en la fábula, la gente reaccionó. Esa fue una de las grandes ovaciones de la noche. Confieso que la esperé con deseo. Porque el cine, como toda expresión cultural, es un reflejo de la sociedad en la que vivimos. Y lo que no se cuenta, no existe. Tenemos la obligación de contarlo y de ponerle nombre. Aunque ese nombre sea "facha".
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