Cada cierto tiempo, los medios de comunicación y las redes sociales se hacen eco de estudios y encuestas que subrayan las dimensiones más negativas de las actitudes y comportamientos de la adolescencia. Así, es frecuente que leamos titulares sobre la reacción machista que se expande entre los chicos, o sobre cómo niegan en porcentajes significativos la violencia de género, o sobre cómo son esclavos de las redes sociales o de relaciones tóxicas. Todo ello como si fueran un sector de la población ajeno totalmente a las dinámicas de la mayoría, es decir, como si también los adultos no fuéramos machistas o siguiéramos reproduciendo los mitos del amor romántico o de una sexualidad a imagen y semejanza de los deseos masculinos.
Entre quienes trabajamos sobre la igualdad y los derechos humanos no dejamos de debatir sobre en qué estamos fallando para que nuestras propuestas no lleguen a buena parte de los y las adolescentes. Nos lamentamos insistentemente de cómo ese espacio está siendo ganado por los discursos reactivos que sostiene la (extrema) derecha y un machismo que se reinventa a partir del agravio y el orgullo herido de muchos hombres. Volvemos a poner el foco en la educación como la madre de todas las soluciones pero somos incapaces de ir más allá de esa obviedad. Empiezo a pensar que tal vez el problema radique en que estamos tratando de resolver con respuestas facilonas problemas que son complejos, al tiempo que puede que no estemos haciendo bien las preguntas. Entre otras cosas, porque no dejamos de mirar a los y las más jóvenes desde una cierta condescendencia adulta, situados en la atalaya de quienes manejamos con soltura los discursos y quizás no queramos ser conscientes de hasta qué punto nuestras prácticas son también deficitarias. Incluso a veces más que lo son las de nuestros hijos e hijas que también están siendo educados por lo que hacemos y por lo que omitimos.
Cada curso que empieza, y cuando intento hacer un dibujo del grupo humano que voy a tener delante de mí en los próximos meses, detecto que a estas nuevas generaciones les ha tocado vivir una época muy jodida. Aunque jodido fue cualquier tiempo en el que cualquiera de nosotros tuvo que enfrentarse a la vida con la responsabilidad que supone ser el artífice de tus equivocaciones. Creo, sin embargo, que este momento es especialmente complicado para quienes se enfrentan a mundo atravesado por crisis de todo tipo, por fracturas y quiebras en lo que durante años y años fueron paradigmas indiscutibles y por unas incertidumbres con frecuencia insoportables en torno al futuro. Todo ello en un contexto en el que se diluyen las fronteras entre lo real y lo ficticio, entre lo público y lo privado, entre lo personal y lo colectivo, aunque paradójicamente el capitalismo de pantallas les haga, nos haga a todos, individuos narcisistas y carentes de perspectiva de lo común.
De esta manera, vivimos en un continuo escaparate, en el que más que nunca necesitamos la validación de los otros y en el que la construcción de las identidades está marcada por unos espacios de relación que con frecuencia, y aunque de nuevo pueda resultar paradójico, alimentan soledades y exclusión. Todas y todos y todes, jóvenes y no tan jóvenes, pero muy especialmente los más jóvenes, vivimos una "disforia generalizada" (Paul B. Preciado) y una mutación que, de entrada, provoca muchos malestares especialmente entre quienes están en pleno proceso de definirse para sí mismos y ante los demás. Este contexto representa oportunidades muy positivas para que, por ejemplo, rompamos el binarismo de género o para que vivamos relaciones alejadas de la lógica heteronormativa, pero hoy por hoy es un terreno movedizo en el que, además, los chicos y las chicas no dejan de recibir mensajes contradictorios. De una parte, los emancipadores que les llegan por ejemplo por parte del feminismo; de otra, los empoderadores y egocéntricos con los que el neoliberalismo les dice que pueden ser empresarios y empresarias de sí mismas, incluidos sus cuerpos. Autonomía versus libertad.
Por todo lo anterior, necesitamos más que nunca imaginarios que nos ofrezcan claves para, como mínimo, plantear bien las preguntas. En los que también los y las adolescentes puedan reconocerse sin el peso de un paternalismo insoportable y no digamos de un punitivismo que insiste en el triángulo excelencia moral, castigo y culpa. Que favorezcan conversaciones donde el punto de partida sea su voz y no la reprimenda sancionadora de los adultos.
Para todo ello puede servir la magnífica serie Red flags, que escrita por Nando López y Estel Díaz, acaba de estrenarse en Atresplayer. Con el lenguaje que utilizan a diario nuestros hijos e hijas, y sin ningún tipo de subrayado que evidencie la superioridad de la mirada adulta, la serie nos presenta a cuatro personajes en los que vemos buena parte de los malestares que hoy aquejan a la adolescencia. Con la presencia impagable de unos actores y unas actrices que dan cuerpo y verdad a los personajes, en los episodios asistimos a buena parte de los procesos que hoy hacen de las vidas de tantos chicas y chicos un escenario tan problemático.
La presión de las redes sociales para responder a unos cuerpos hegemónicos, la masculinidad patriarcal reproducida por jovencitos que necesitan de la fratría para sostenerse, la violencia en el amor y en el sexo, la búsqueda de experiencias como acontecimientos que den sentido a la existencia, las soledades y la indefensión frente a unas redes salvajes. Todo ello sin que tengamos que aguantar, como en otros productos recientes, a maestros dando el sermón o a padres y madres tan perdidos o más que sus hijos e hijas. Aquí los protagonistas son ellos y ellas, y elles, a quienes vemos transitar por un mar de dudas, entre la fluidez bienvenida de los géneros rotos y las exigencias externas de responder a un prototipo, entre la pulsión de la juventud que reclama vibrar y los miedos a equivocarse y caer por el precipicio.
Red flags es una de series que deberían ver los padres y las madres, pero también quienes se dedican profesionalmente a educar, para, desde la empatía y el reconocimiento de esos jóvenes, empezar a darse cuenta de que quizás haga falta más acompañamiento que castigo, más escucha que clases magistrales, más atención a la diversidad que imposición de lo normativo. Más tiempo y menos prisas, más conversación y menos recetas mágicas. Nos va el futuro de Toni, Erika, Luna y Walter en ello. Nos va el futuro, así, a secas, en ello.
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