Otras miradas

Mi infancia son recuerdos

Rafael Cabanillas Saldaña

Escritor. Autor de 'Quercus', 'Enjambre' y 'Valhondo'

Imagen de un surtido de galletas.
Imagen de un surtido de galletas.

Si la infancia de don Antonio Machado eran recuerdos, tan poéticos y sentidos, de un patio de Sevilla y un huerto claro donde maduraba el limonero, los recuerdos de la mía son mucho más prosaicos. Casi ordinarios. Materialismo puro, ante su lirismo abstracto.  

Mi infancia, en este preciso momento en que mi boca, mi lengua, mi paladar, mi cuerpo entero, me piden algo dulce, tal y como me ocurre reiteradamente -la necesidad de comer algo dulce-, es el recuerdo de una caja surtida de galletas. Un surtido de galletas. ¿Las recuerdas? Yo sí, y de manera tan vívida, que ahora mismo la estoy viendo, abriendo -a manos de mi madre que rasga el plástico-, y eligiendo una en el turno que me corresponde entre todos mis hermanos, que gritan, pelean y señalan con el dedo las imágenes de la caja alborotados. Eufóricos y alborotados. 

No es un día cualquiera, es un cumpleaños y, a falta de tarta y de velas, algo inusual en esa época -moderneces que diría mi abuela-, nos han comprado esa caja de galletas. Un regalo humilde y sencillo. Pero un regalo maravilloso y ansiado para esas bocas que se hacen agua.  Que se deshacen en agua. Es el sabor sí, por supuesto que sí. Pero, antes que la exigencia del dulce, son los nervios, la ansiedad por no saber cuál elegir entre ese inverosímil y colorido surtido mágico. Ninguno sabemos exactamente el significado de la palabra "surtido". Quizás sea una marca que pides al tendero: - Deme una caja de  SURTIDO, por favor -. La fuente de la plaza es un surtidor, efectivamente. Igual que la máquina de la gasolinera. Pero ¿"surtido"? Vale, no sé lo que significa, pero te lo explico: Un surtido es una caja fantástica donde elegir, como en la lámpara de Aladino, que se cumplan tus tres deseos en una "mezcla" de melaza y encantamiento.  

Aunque lo tienes difícil, muchacho, pues son, ni más ni menos, que dieciséis variedades. Hay unos bizcochitos alargados impregnados en azúcar por un solo lado, unas delicias planas, más que las monedas, bañadas de chocolate, igualmente por una cara. Bocaditos de nata, rollitos o canutos que recuerdan finos barquillos, crujichocos con su nieve de coco, tartaletas y hasta cuatro diferentes tipos que vienen envueltas en luminosos papeles verdes,  negros y  anaranjados. Y una, de nombre "bombón", que de bombón tiene poco. ¡Qué más da! ¿Qué son las ilusiones: anhelos o sabores?  Perdón, don Antonio: pero ¿acaso no es poesía también ese plateado envoltorio? 


Ahora tu madre ha echado a suertes y te ha tocado elegir el quinto. Una desgracia grande, horrible, pues son seis los hermanos y el del cumple no cuenta, ya que elige el primero que para algo es su cumpleaños. Es decir, que te ha tocado el último. Una tragedia. Si a los cinco que van por delante de ti les diera por pedir la que más te gusta, date por muerto, pues no vas a conseguir llegar a ella.  Es verdad que la caja trae dos pisos, separados por un plástico marrón donde están encajadas todas esas galletas que te están mirando, que te están gritando, que te están suplicando. Pero ¿cuándo se podrá llegar a esa segunda tapa? Dios mío, ¿cuándo? 

Respuesta fácil: cuando se acaben todas, y digo todas, las del primer piso. Nunca antes, pues hay dos normas inquebrantables: prohibido acceder al segundo piso sin acabar el primero y prohibido abrir el paquetito plastificado que envuelve algunas unidades si ya hay otro abierto.  

Siendo el último, más vale que no expreses tus deseos en alto, pues será el primero que se coman tus hermanos. Tu deseo. Mejor, siendo más pequeños que tú, intenta engatusarles dirigiendo su petición hacia esas que vienen envueltas en el papel del engaño, que tú conoces bien y no te gustan tanto: ¡Me encantan las de colores...! ¡Pídete esa, hermano! ¡Hurra, parece que han picado! ¡Y ahí sigue la mía... esperando! 

Los papelillos no se tiran. Que aquí todo se aprovecha y lo de "usar y tirar", para suerte de la humanidad y del planeta, todavía no se ha inventado. Por suerte, digo, porque hay inventos que, en nombre del progreso, están envenenados. Nosotros se los damos a la abuela, que los guarda con primor debajo del cojín de su asiento, y luego, pasados unos meses, cuando ya no nos acordamos, nos los va regalando, lisos como si hubieran sido planchados, para guardarlos como un tesoro dentro de un libro o en mi diario. Tan simple y tan bello. La felicidad... al alcance de tu mano. 

Pero escucha: si te levantas a la noche, medio sonámbulo, con tu ataque de dulzor insoportable - ¡Es que tengo bajo el azúcar! –e, igual que un ratoncillo, hurgas en esa caja encantada, procura romper el plástico por el centro, con disimulo y cuidado, para que nadie note que desde hace días te estás comiendo la tapa de abajo. 

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