El otro día, cuando iba a salir por la puerta de casa, dudé en varias ocasiones acerca de si llevar una mochila a la calle o no, asaltada ante la posibilidad de sacar un poco de tiempo para irme a la biblioteca a escribir. Primero la cogí, vacilante, después la dejé, igualmente vacilante y, al final, volví a cogerla para volver a tirarla en un rincón del suelo del salón, no sin cierto remordiendo y después de preguntarle a mi novio varias veces qué opinaba él al respecto. Y él, que observaba mi coreografía sujetando la puerta de la calle con una mano y a nuestra hija con la otra, me dijo, exasperado, que jamás había conocido a una persona tan indecisa como yo. Le concedo la razón y también los motivos. Mi indecisión es un fiel reflejo de mi inseguridad, con la que cargo como una pesada mochila desde la adolescencia porque soy mujer y, de eso, no tengo ninguna duda.
Empecemos por el principio, porque para que muchas mujeres alberguemos esta especie de duda crónica que nos invade ante semejantes gilipolleces como llevar una mochila, un bolso o escoger la prenda de ropa más apropiada para bajar a por unas compresas al súper, ha habido cómplices desde el principio de los tiempos. Si bien desde hace siglos el patriarcado nos ha invalidado por activa y por pasiva asegurándonos y asegurándoles que la mujer no era apta para tomar decisiones por ser "poco racional" el patriarcado capitalista nos dice que sí somos válidas en la medida en que, cumpliendo un millón de requisitos, haya otros que aprueben nuestros méritos, nuestra belleza y nuestras capacidades. Desde niñas, ya recibimos un cuestionamiento incesante sobre nuestro comportamiento que responde a estereotipos que penalizan la espontaneidad femenina y nos sitúan en el agrado en mucha mayor medida que a los chicos. Parémonos a pensar a cuántas de nosotras nos han corregido por hablar demasiado alto en clase, a cuántas nos han machacado por rebelarnos contra la autoridad o las injusticias o por sabernos más listas o preparadas, y a cuántas nos han tildado de mandonas y arrogantes.
Pensemos también en cómo se nos trata ahora a las mujeres adultas en diferentes entornos profesionales, de pareja, judiciales, familiares o médicos, haciéndonos dudar hasta el infinito de nuestra realidad (¿Segura que esto va así? ¿Cómo vas a dejarme si nadie te va a querer como yo, Maricarmen? ¿Cerró usted bien las piernas? ¿Darle de comer en trozos, quieres que se muera? ¿Parir sin epidural, quieres morirte?). Tal como aseguran las autoras del libro El Síndrome de la Impostora (Península, 2021), la falta de aceptación externa de nuestras decisiones, junto a las críticas que hemos recibido desde que tenemos voz, tienen consecuencias que llegan a la vida adulta. "Las vacilaciones y las dudas formarán parte del entramado psicológico, ya que, para protegerse, una se acostumbra a no elegir, a no expresarse, lo que se convierte en un mecanismo repetitivo". O lo que es lo mismo, si no gozamos de aprobación en momentos decisivos, tendremos a buscarla constantemente dependiendo mucho más de lo razonable de la opinión de terceros.
Además, los juicios constantes también han conseguido que hayamos normalizado que nos tengamos que esforzar el triple para recibir la mitad de consideración, adelantándonos muchas veces a esas posibles críticas, lo cual nos agota y puede envenenarnos de culpabilidad ante el mínimo error, haciéndonos vivir en la sensación de impostura. Según la doctora Carme Valls Llobet, "los sentimientos de culpa son los grandes agresores de la salud mental de las mujeres, ya que en su cuerpo y en su mente están siempre en constante deseo de perfección para ser aceptadas y queridas por los que las rodean". El síndrome del impostor, acuñado en el año 1978 por las psicólogas estadounidenses Pauline Rose Clance y Suzanne Imes, es una forma de pensar paralizadora y prolongada que define el fenómeno particular y extremo de la duda sobre uno mismo. Sentirse impostor favorece creencias como que no somos lo suficientemente buenos, no tenemos derecho a determinadas cosas e incluso, tenemos miedo a alcanzar el éxito. A las autoras del concepto solo les faltó un poco de perspectiva feminista porque, si bien afecta a ambos sexos, somos las mujeres las principales perjudicadas por la falta de confianza en nosotras mismas.
Y es que también somos nosotras las que padecemos con mayor virulencia las consecuencias nefastas de cagarla, mientras seguimos soportando cómo hay un montón de gente que busca insistentemente que la caguemos. Lo vemos en las redes sociales, en los juicios mediáticos sobre violencia sexual y en los debates en donde participan mujeres, y en donde siempre aparece algún señor random que coge el micrófono y rebate sin fundamento ni pudor alguno a una experta. Hace unos meses, participé en una charla sobre maternidades (destinada, obviamente, a mujeres) y, al acabar, la primera persona que cogió el micrófono fue un hombre que empezó su intervención de la siguiente manera: "Yo no tengo hijos, pero no estoy muy de acuerdo contigo" y, después, hizo una pregunta de la cual he logrado olvidarme. Recientemente, vi por las redes un video de una experta en empoderamiento que recomendaba a las mujeres que sufrían preguntas inapropiadas responder siempre con otra pregunta y después con otra más, hasta la extenuación del adversario. Por ejemplo, ante la cuestión ¿te gusta el sexo?, soltar un ¿qué quieres decir exactamente con eso? ¿Me puedes explicar qué estás insinuando con esa pregunta? ¿Acaso pretendes que me acueste contigo?
En junio de 2019, la revista Harvard Business Review publicó los resultados del estudio "Women Score Higher than Men in most Leadership Skills" (las mujeres son mejores que los hombres en la mayoría de las competencias de liderazgo) que demuestra que aunque las mujeres presentan más falta de confianza al inicio de sus carreras profesionales, ganan más confianza alrededor de los cuarenta y se vuelven más seguras de sí mismas después de los 51, lo cual confirma que la confianza en una misma se desarrolla con el tiempo y también, que para nosotras la experiencia es un grado. Tener confianza en una misma no significa no cometer errores, significa no perder el tiempo en responder a preguntas de Joseluis y no culpabilizarse demasiado por no saber qué coño hacer con el peso de todas las mochilas que cargamos.
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