Una tarde tranquila precedió a la noche que Elsa durmió en casa de su hermano. A eso de las cinco, se había sentado en la silla de roble, la que tenía el respaldo recto y le iba bien para la lumbalgia. En otro tiempo habría preferido recostarse en el sofá pero, como le decía Mateo, esa postura era criminal para la columna. Abrió el libro, con gran cuidado de no hacer ruido al girar las páginas. A él le hubiera gustado que su esposa se echase a dormir un rato en la cama. Le convenía, pues le entraba el hambre rápido si permanecía despierta, y no debía saltarse la dieta. El sábado era el día rojo: fresas, remolacha, tomate, pimiento morrón. Mucho mejor que los lunes, que eran verdes, y que los martes de plátano, limón y maíz. Notó —otra vez— el ligero mareo que la acompañaría hasta la cena. Si no se sintiera tan cansada, saldría a dar una vuelta. No, imposible. Para eso tendría que despertar a su marido, y Mateo necesitaba su siesta. No se enfadaría, claro. Mateo raramente se enfadaba. Era una persona razonable y se habría limitado, como de costumbre, a explicarle cómo le alteraba ese cambio de rutina.
Aunque los ojos de Elsa paseaban entre las letras del libro, no pudo concentrarse en la lectura. Mateo, que se había estirado en el sofá porque él no tenía problemas de espalda, respiraba sosegadamente, con un sonoro bufido cuando dejaba salir el aire. Ella siempre había odiado quedarse en casa; en otra época, sábado significaba día de playa, café con las amigas o salir de juerga. Comía cualquier cosa, dormía en cualquier parte y sus horarios eran una locura. Al principio también era así con Mateo. Como él mismo le había confesado, no fue capaz de acostumbrarse al caos, de manera que poco a poco, con mucho tesón y paciencia, consiguió que Elsa se dejara cuidar y aprendiera a cuidarse.
Habría querido comprobar la hora pero el reloj de pared se había parado semanas atrás y Mateo siempre olvidaba comprar pilas nuevas. Mirarlo en el móvil no era opción: después de comer, los teléfonos quedaban apagados y en el cajón de la salita que él cerraba con llave. Mateo detestaba la dependencia de las pantallas que solo se criticaba en niños y jóvenes aunque afectara igual, si no más, a los adultos.
¿Qué hora sería? Si pasaban de las cinco, Ruth y las demás estarían ya de camino al hotelito de tres estrellas en Granada. Le habían insistido para que se fuera con ellas; sus compañeras no entendían que precisamente Elsa, la única sin hijos, se perdiera el viaje. Mateo no se lo había prohibido. Él jamás le prohibía nada. Mateo la había ayudado a reflexionar sobre los pros y los contras, y a ver cómo la balanza se inclinaba del lado de los contras. Para empezar, habían acordado turnarse para conducir, y como era Mateo quien,
muy diligente, la llevaba a todas partes, ella había perdido la práctica. Después estaba el tema de la alimentación, y el del alcohol, que anda que no empinaban el codo las de la oficina, bien lo sabía Mateo. No, él no le prohibió la escapada, pero consideraba que Elsa debía obrar con sensatez, por eso desde que la posibilidad de un viaje se puso sobre la mesa, se dedicó a hablar con su mujer. Y hablaba y hablaba y hablaba sobre los inconvenientes, los peligros, las consecuencias de esa salida. Elsa no tenía salud para andar por ahí, Elsa no podía gastarse así el dinero, Elsa vigilaría sus compañías, su dieta, su forma de caminar, sus palabras, sus gestos. Advirtió que se le había acelerado el pulso y le ardían las mejillas. "¿Qué hora será, por Dios, qué hora será?", se preguntaba. La desorientación temporal de los fines de semana la angustiaba cada vez más. Las tardes eran más llevaderas antes de que Mateo decidiese que sus sobrinos eran insoportables. "Volveremos a quedar con tu cuñada cuando eduque a sus hijos", le había dicho, después de una Nochebuena en la que todos excepto él parecían divertirse. Y Elsa echaba de menos las tardes de sábado con su hermano y su cuñada y con los niños, y también sentía una punzada de envidia hacia sus compañeras que, si pasaban de las cinco, quién sabe qué hora será, estarían ya en ruta. Mateo dio un ronquidito y Elsa se tensó, con ese sobresalto continuo que la acompañaba cuando Mateo estaba despierto. Él dio media vuelta y siguió durmiendo. Elsa se sintió de pronto como quien está a punto de saltar al agua helada, como el paracaidista dos segundos antes de abandonar la avioneta, como la actriz justo antes de salir a escena. Con sigilo, se quitó los zapatos y se deslizó hasta la puerta de la calle. Logró girar la llave sin alterar el sueño de su esposo y, en cuanto pisó el rellano, echó a correr escaleras abajo con la seguridad de que su familia le daría cobijo hasta que encontrara un lugar en el que vivir
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