Otras miradas

La Feria de nuestro tiempo

Silvia Nanclares

La Feria de nuestro tiempo
© Imagen de Ana Jarén. De ‘Almudena, una biografía’ (Aroa Moreno y Ana Jarén, Lumen, 2024).

Entrego esta columna a la vez que librerías, instituciones y editoriales –me niego, en principio, a llamarlos expositores–, se ven apremiados a desmontar sus casetas mientras canta el gallo. Han de terminar antes del mediodía, lo cual es extenuante: los lomos están agotados de quince días de pie, trajinando con cajas, tratando a gente, vendiendo libros. Cada año se lo ponen más difícil. La organización les respira en la nuca, y a la dirección de la Feria, dicen, le respira el Ayuntamiento. Las malas –plausibles– lenguas apuestan a que todo este engrudo de zancadillas se está creando para que sean los propios expositores, previa tortura, los que pidan de una vez y a gritos ser movidos a IFEMA (no ha habido idea más diabólica en esta ciudad, y mira que el listón está alto). Retirar lo verdaderamente popular de nuestra primavera mientras se nos bombardea a chotis falsarios que nunca han importado a nadie, más allá de tres agrupaciones maravillosas de Lavapiés y cinco personas radicalmente modernas. La Feria que esta ciudad quiere resucitar es la de San Isidro mientras deja caer la que ya tiene viva. Porque, ¿para qué cuidar un evento verdaderamente popular, que es como nuestra auténtica verbena, lugar de encuentro transversal, donde se juntan niños y viejos, donde –aún– no te piden entrada, y donde, si se quiere, se puede echar la tarde paseando arriba y abajo solo mirando, preguntando cosas, saludando a gente, y, hasta quizá con suerte, charlar algo con tus escritoras soñadas y autores devorados? No, eso, no, eso pa qué. Cuando viví en Sevilla acabé sintiendo en mis carnes la Feria de Abril y la Semana Santa como los hitos vitales que son, que van marcando el calendario en su sentido entrañable –de la entraña– y las vidas, signos del pasar, llamadas del tiempo que aglutinan a todo el pueblo, aunque sea para no ir, que paran la ciudad, que te hacen encontrarte con otros, contigo y con tu memoria. Si pasa un año y no has podido sacar ni un huequito para pasarte por la Feria un rato, mal.

La Feria del Libro es un poco nuestra Feria de Abril, sus casetas las nuestras, y su finito y rebujito, nuestra horchatas y granizados, nuestro Retiro el albero y el Paseo de Coches de bote en bote nuestra carrera oficial. Librerías y editoriales nuestras cofradías y autoras y autores nuestros santitos. And I think it's beautiful. Seguro que la metáfora gusta en el Palacio de Correos, de esta me convocan a Cronista de la Villa. Feria ancestral –según la medida de los tiempos modernos–, de las poquitas tradiciones sólidas de este Madrid popular que se desdibuja, feria que marca nuestro año y nos hace mirar atrás y recordarnos la cantidad de veces que estuvimos allí y con quién y para qué. La primavera preguntándonos cómo queremos vivirla este año. Hay muchas maneras de hacerlo: sola, acompañada, de incógnito, dentro o fuera de las casetas, en modo tocón, en modo preguntón, en modo fan, en modo dilapidador, en modo contrito, en modo protestón y, como el acoso fascista no amaina, hasta en modo escoltado. Este año, como novedad, desde que tengo recuerdo, al menos dos autores y una autora han sido amenazados por el lado tenebroso de la pradera del Santo. Porque en esta ciudad el sueño antifeminista y antiprogresista produce monstruos. And I think it's scary.

Nuevos miedos que marcan nuevos tiempos en una Feria donde nos reconocemos cambiados, donde se repiten los encuentros y los rituales, donde nos reconocemos y donde también las ausencias gritan como nunca. Este año, y el pasado gritó la de Almudena Grandes, por ejemplo, como un aullido interminable, pero, como todo en ella, con un retrogusto guasón. Como una carcajada que achicara los aguaceros de las casetas que todos los años caen y han caído en la Feria. Porque la Feria también tiene sus chaparrones esotéricos y sus fantasmas. A veces creemos verlos entre el marasmo de las nuevas casetas centrales –el barroquismo es otro modo de destruir lo popular—, o a la cola de un helado a cinco euros. Si esto fuera una columna ceniza diría que este proceso de masificación y deterioro de la Feria es el canto del cisne de la gentrificación previa a su desaparición tal y como la conocemos. Pero me prometí la alegría. En honor también a los fantasmas.

Este invierno me sorprendí mirando la última novela de Rodrigo Fresán y preguntándome quién tuviera el tiempo y el derecho a solaz para parar el asfixiante ritmo contemporáneo y poder sentarte a leerla. La escritura de esa novela en sí, por parte de Fresán, me pareció un acto de esperanza radical, una promesa de que seremos capaces de robarle al tiempo que se nos escapa todos esos momentos encadenados necesarios para sumergirnos en ella y terminarla. Quería haber ido este año a contárselo al mismo Fresán a una de las casetas en las que firmaba pero una de las alertas de cierre inopinado –todo es última hora, todo nos traga– me sumió en el caos, y al final no fui. Me perdí la conversación, que es lo único que te pierdes cuando no llegas a los sitios. Al día siguiente me tocó a mí estar firmando dentro de una de las casetas, balconeando desde esa barrera privilegiada donde ver pasar la Feria desde el otro lado. Hacía años que no me colocaba(n) ahí. Me maravillé, me reencontré, sentí la alegría y el entusiasmo de la gente que, como yo mirando el libro de Fresán, quería renovar votos con la promesa de ese otro tiempo, no el que nos devora si no en el que devoramos. Novelas. Cuentos ilustrados. Ensayos. Y me pareció que eso es lo que buscamos y compramos en la Feria. El deseo de tener tiempo para leer. Una promesa, un horizonte de algo que nos dejé tumbarnos para no ser nada más que puro disfrute, aunque sea por un rato, nada urgente ni rentable, que es el prodigio gratuito que se consigue mientras lees.

Inevitable también preguntarme desde ahí de dónde iba a sacar yo el maldito tiempo, como escritora, para seguir alimentando la fiera de la Feria, esa fiera insaciable que sigue pidiendo títulos, novedades, reediciones, para que estemos ahí todas el año que viene, ocupando cada cual nuestras posiciones dentro del escaparate y poder seguir creyendo que la altura de nuestra trinchera de libros en la mesilla o en el catálogo nos salvará de la ansiedad y la pobreza. Porque si todo el mundo se pregunta si alguien lee todavía, o más bien quién lo hace entre el ruido y la furia del tiempo mermado por el déficit de atención endémico y el cansancio –tiempo eunuco, vidas exhaustas–, lo siguiente es preguntarse quién escribe todavía, quién puede, cómo se hace, sostenida por quién, alentada para qué. Miro –con envidia, claro– la cola de Joana Marcús, interminable, desde la caseta de Kókinos. Pienso en la vigencia del fetiche libro. Concretamente el libro de papel y su firma estampada tras un chocar de manos. En cómo necesitamos agarrarnos a ello para no caernos del todo. Y en cómo carajo conseguiré este verano acabar mi novela para poder volver el año que viene. Y si todo tiene algún sentido. ¿Lo veis? Ya me consumió la desesperanza. Pues no, me quedo con el regusto sabrosón a Feria tras toda la ambivalencia. Rescato la alegría. Yo también quiero renovar los votos. Yo también quiero comprar esperanza y deseo de tiempo en este Paseo de Coches sin coches. Prometeros que lo haré. No sé cómo, pero lo haré. Pisaremos la Feria nuevamente, dentro y fuera de las casetas, para conjurar la distopía y hacernos creer que aún nos queda fuerza para parar el reloj liberal y decirle: ja, pues ahora me tumbo a leer. O a escribir. Hacer un pacto con el diablo. Un aquelarre. Ay, verás tú como al final no me nombran cronista.

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