Otras miradas

Yes, we Kant

Silvia Cosio

Estatua de Immanuel Kant frente a la Universidad de Kaliningrado.- picture alliance
Estatua de Immanuel Kant frente a la Universidad de Kaliningrado.- picture alliance

El 26 de octubre del año 2001, Chante Jawan Mallard conducía su Chevrolet por las calles de Fort Worth, Texas, hasta arriba de éxtasis, marihuana y alcohol, cuando Gregory Glenn Biggs tuvo la mala suerte de cruzarse con ella. Pero Chante, sin inmutarse siquiera un poquito, siguió conduciendo como si tal cosa hasta su casa donde guardó el coche en el garaje. Pero lo sucedido aquel día no fue un atropello y fuga típico de los muchos que leemos en la prensa, ya que el desgraciado Gregory Biggs había sobrevivido al atropello y, lo que es aun más aterrador, continuaba atrapado en el parabrisas del coche de Mallard, consciente y pidiendo ayuda, cuando esta aparcó su Chevie en el garaje y decidió cerrar la puerta de su casa para desoír así las súplicas de Gregory y, probablemente, también las voces de su propia conciencia.

Chante, que era auxiliar de enfermería y tenía formación suficiente para evitar que Biggs se desangrara, decidió ignorar lo que le había hecho a Biggs y esperar a ver si el problema se solucionaba por sí solo, lo que no evitó que entrara en varias ocasiones en el garaje para comprobar si Gregory seguía aún con vida mientras murmuraba disculpas sin sentido a su víctima, pues la joven -confesaría posteriormente- se sentía responsable de la situación del hombre aunque no lo suficiente para llamar a una ambulancia o entregarse a la policía. A quien sí llamó aquella noche fue a dos de sus colegas de parranda, los primos Clete y Herbert, para que la ayudaran a retirar del coche el cuerpo del ya difunto Gregory, deshacerse de él en un parque cercano, como si fuera un objeto sin valor alguno y prenderle fuego al Chevrolet para borrar las pruebas del delito.

Por un tiempo Chante logró salirse con la suya, al fin y al cabo, Biggs no era más que una de las miles de personas sin hogar a las que nos hemos acostumbrado a ignorar, un tipo con mala suerte al que quizás nadie iba a echar de menos. Pero resultó que Chante era la peor enemiga de la propia Chante y en una fiesta se fue de la lengua cuando los invitados se pusieron a contar anécdotas divertidas del tipo yo perdí un vuelo porque me equivoqué de fecha o la primera vez que mi pareja se fijó en mi fue en una cena en la que tiré la botella de vino tinto y puse a todo el mundo perdido, jajaja. Y fue ese el momento en el que Chante pensó que se iba a convertir en el alma de la fiesta cuando contara que ella había atropellado a un hombre sin hogar y le había dejado morir desangrado en el garaje de su casa. Pero para sorpresa de Chante, y de nadie más, sus amigos no encontraron esta anécdota tan divertida como ella creía y en junio del año 2003 Mallard fue condenada a 50 años por el asesinato de Gregory Glenn Biggs. Durante la lectura de la sentencia, cuando se le dio la oportunidad de dirigirse al tribunal, la joven declaró entre lágrimas que ella había sido siempre una buena persona. 

Por cínica que nos pueda parecer la declaración final de Mallard, y toda la estrategia de su defensa legal, que se basó en intentar ganarse la empatía del jurado haciendo pasar a Chante por una buena persona atrapada en una situación compleja, lo cierto es que la necesidad de la auxiliar de enfermería de mostrarse ante el mundo, y ante sí misma, como buena gente es todo un triunfo de la civilización y una de las grandes conquistas sociales alcanzadas tras la IIGM. Y es que en los Juicios de Nuremberg a ningún acusado se le pasó por la cabeza subir al estrado y declarar ser una buena persona atrapada en una situación compleja -bueno, estoy segura de que a Speers sí-, sino que apelaron a la obediencia debida, al honor, al patriotismo o al deber para justificar sus crímenes y dar también sentido a su existencia. La fe, la familia, la patria, la corona, la revolución... tradicionalmente estos han sido los grandes valores a los que el ser humano se ha ido aferrando a lo largo del tiempo y con los que hemos construido y reconstruido la idea de humanidad y de ciudadanía, y que nos han servido para justificar nuestras decisiones, las buenas pero sobre todo las malas.


Estos grandes valores absolutos trascienden a la persona y su conciencia, despojándonos de nuestra individualidad, de nuestra singularidad, y nos hacen sentir, por tanto, parte de algo mucho más grande e importante que nosotros mismos. La Ilustración y el liberalismo sin embargo nos enseñaron -o nos recordaron, más bien- que es posible y necesario reivindicar también la importancia del individuo como ser autónomo, como ciudadano pero también como un ente independiente responsable de sus propios actos y dotado de conciencia. Y fue entonces cuando llegó Kant para darle forma bonita a todo esto formulando el imperativo categórico y dejando desde entonces sin excusas a las malas personas. 

Ilustrados y liberales clásicos -no estas versiones grotescas e ignorantes que se entregan medallas y agitan sierra mecánicas que se estilan tanto en estos tiempos chifladísimos de fin de ciclo histórico en el que el siglo XX está teniendo una agonía larguísima y desesperante- nos vinieron a decir que, por más que vistiéramos de gala nuestras malas acciones, lo cierto es que todos teníamos la capacidad de saber cuándo estamos obrando bien y cuándo la estamos cagando como seres humanos. Pero lo más hermoso de la ética kantina reposa en el hecho de que este prusiano bajito de Königsberg formuló que esa capacidad moral de discernir el bien del mal no nos venía dada por Dios ni dependía tampoco de ninguna autoridad terrenal superior porque nacía de la Razón, del interior de cada uno de nosotros, de nuestra propia conciencia puesta a trabajar y a pensar junto a la del resto de seres humanos. Y fue así como Kant nos dio la libertad para ser buenas personas. 

A partir de los escombros de la Segunda Guerra Mundial nos volcamos en construir todo un nuevo aparataje simbólico, político y legal que nos pudiera mantener a salvo de repetir los horrores del fascismo y del nazismo, aunque la mayoría de estos edificios que se levantaron lo hicieron sustentados por pilares defectuosos o quedaron abandonados ante la lógica suicida de la Guerra Fría. Sin embargo, sí que se logró alcanzar progresivamente una suerte de consenso social, de censura pública ante cualquier discurso que alimentara los malos sentimientos y las bajas pasiones. Esta suerte de imperativo categórico de la retórica política y social, de censura y rubor ante los discursos de odio y la exhibición pública de nuestra peor cara, no dejaba de ser, también en cierta medida, una banalización de bien -Mallard se consideraba genuinamente una buena persona a pesar de dejar morir a Biggs en la soledad de su garaje-, pues la capacidad de autoengaño del ser humano es enorme y nadie se imagina ser el villano en la película de su vida, pero al menos permitía mantener un cierto nivel de recato en las conversaciones públicas. Y si bien la popularidad de las redes sociales nos ha ayudado a dar rienda suelta a nuestro peor yo, lo cierto es que la mayoría de los llamados trolls se esconden todavía tras seudónimos y fotos de perfil falsas pues casi nadie quiere ser identificado públicamente como una mala persona, un acosador o un troll. Y aunque el imperativo kantiano corre el riesgo de ser interpretado en términos exclusivamente individualistas, como una cuestión de buena fe y no como parte de las virtudes ciudadanas, aun así sigue siendo una de las mejores herramientas con las que contamos para parar la reacción y la violencia -simbólica, política y material- de las derechas extremas y los populismos necrocapitalistas que depredan los restos del estado del bienestar. 

El salto ontológico y ético de premiar o condonar los discursos de odio, el insulto y la exhibición pública e impúdica de desprecio por lo comunitario y por los demás tiene un costo elevadísimo en términos políticos y de convivencia. Cuando un articulista a cara descubierta dedica columnas que alimentan el odio a las personas migrantes, cuando se alimentan discursos contra las personas trans, se ríen las gracias sobre el color de la piel de los deportistas o se señala con el dedo al discrepante y se alimentan campañas de acoso contra él, se está dando un portazo a las reglas básicas de la democracia y también se está poniendo en peligro la integridad y la vida de las personas señaladas.

Los discursos de odio y cualquier manifestación pública destinada a alimentar los más bajos instintos han de ser de nuevo duramente censurados, señalados y repudiados por la sociedad. Sería por tanto un error tremendo por parte de las izquierdas pensar que pueden replicar esta estrategia, pues jamás podrán competir con las derechas en eso de sacar lo peor de la gente, pero es que además el matonismo conduciría, en el mejor de los escenarios, al desencanto y la desafección política en un momento en el que es necesario volver a construir alternativas basadas en la solidaridad, el respeto por la diversidad y el optimismo. Hace ya dos siglos que un señor muy aburrido pero también muy listo de Königsberg nos marcó el camino. Tampoco es tan difícil. We Kant. 

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