Otras miradas

La casa y la yurta

Pablo Batalla

Yurta en Aragón. Imagen de X.
Yurta en Aragón. Imagen de X.

Solía decir Elías Díaz, eminente jurista, militante del PSOE, que él era «militante, pero no simpatizante» del partido socialista. Era una boutade, pero tenía mucho sentido; lo tuvo durante mucho tiempo para mucha gente que tenía carné y pagaba cuotas en el PSOE —o también en el viejo PCE— sin necesidad de entusiasmarse con el rumbo del partido.

Por supuesto, la indisposición no era total: si no, se hubieran marchado, como también hizo mucha gente a lo largo de los años. Pero podía ser bastante grande y sin embargo no significar una ruptura, esa marcha de una organización en la que se seguía por muchos motivos: por un sentido de lealtad biográfica al partido en el que se llevaba toda la vida y tal vez habían militado los ancestros de uno; por la conciencia de que, aunque estuviera en manos de gente indeseable, podría, en el futuro, llegar otra que no lo fuera, y en todo caso había que seguir ahí para pisarle los callos, para cantarle las cuarenta, para no regalarle una victoria total, la propiedad total de unas siglas que eran tan suyas como de sus críticos. Se concebía el partido como una casa venerable y valiosa, fundada mucho antes de que uno naciera, y que se tenía la misión de cuidar, de reparar. Se discutía, después, sobre cómo amueblarla, decorarla, pintarla, qué cosas hacer dentro de ella. Pero la casa, la presencia de la casa, no estaba en discusión. «Una casa que seya como un árbol,/ qu’aguante los rellampos, qu’escample/ la pedrisca, qu’espante lloñe la ventolera xélido/ del tiempu», como dice un poema en asturiano de Berta Piñán.

En nuestro tiempo esto va sonando a chino, aunque perviva débilmente en un PSOE y un PCE o una IU de cuyas asambleas este columnista escuchaba el otro día la siguiente observación, dolorosamente certera: al menos en la ciudad de la que procedo, las asambleas socialistas de hoy se parecen a las de IU de los noventa; y las de IU de hoy, a las del PCPE de aquella década. Hay una mengua drástica del interés militante entre las generaciones más jóvenes, y las mayores que lo siguen conservando van enfrentando su desaparición biológica. La militancia clásica, con carné y cuotas, con compromiso de fungir como interventor o trabajar en la carpa del partido en las fiestas en que la ponga, es un viejo mundo que no perece de golpe, pero agoniza. En las carpas festivas va siendo habitual, por ejemplo, la contratación de personal externo. La nueva política no funda partidos, palabra proscrita y que se reemplaza por un rosario de sustantivos cada vez más etéreo. La plataforma dio paso al espacio y ahora leemos cosas —le leemos esta a la asturiana Covadonga Tomé— como que «es hora de fundar un nuevo acontecimiento político». Yolanda Díaz se refería recientemente a «los seguidores de sumar». El lenguaje es cristalino con respecto al abandono de las formas sólidas y estables de agrupación política y a cómo hoy somos nómadas; vagabundos políticos sin paredes estables a su alrededor, obligados a la errancia y a tender una yurta nueva cada año. Somos «nómadas que buscan los ángulos de la tranquilidad», como dice la canción de Battiato, y no acabamos de encontrarla; la vida de nuestras siglas es cada vez más efímera —tan efímera ya, parece, como un acontecimiento—, y la nuestra, una discusión constante sobre la forma que va menguando los debates de contenido. Ello acaba siendo agotador y significando quemas perdurables de cuadros valiosos que, transcurrido un tiempo cada vez más breve de implicación, se retiran permanentemente de la vida política, convertidos, ellos mismos, en un acontecimiento, militantes de un día, de una tarde.

En Val de San Lorenzo (León), una pequeña meca de la artesanía textil, venden mantas de lana de las que se le dice al comprador que, cuando se apelmace, puede llevarlas allí, para devolverles la flexibilidad en el batán; y cuando uno pregunta cuándo puede esperar que se apelmacen le responden, para su pasmo de hijo de la era de la obsolescencia programada, que dentro de veinticinco o treinta años. Hubo un tiempo, puede volver a haberlo, en que uno compre una manta que lo abrigue en la noche fría y tache de la lista la tarea de comprar mantas durante un cuarto de siglo.

 

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