Otras miradas

El bosque bajo la ciudad

Pablo Batalla Cueto

Periodista

Ciudad Lineal en una imagen de archivo.
Ciudad Lineal en una imagen de archivo.

La ciudad, dijo alguien, es un bosque dormido. Hay un poema de Jorge Riechmann que va de esto: del bosque dormido debajo de la ciudad. El poeta se fija en los alcorques o el flujo del agua bajo las alcantarillas y advierte a veces, escribe, «un relumbre fugaz,/ cierta sombra silvestre que furtiva se esconde». Bajo el asfalto se oyen murmullos, pálpitos de «las antiguas cañadas, manantiales/ colinas playas bosques, toda la entretejida/ inquieta diversidad de lo que vive/ aguardando solo la ocasión propicia/ para el próximo anhelante despertar». A veces no hace falta pegar la oreja al suelo: la ciudad tiene descampados, solares que se quedaron en un ángulo ciego de la especulación urbanística, olvidados o desapetecidos por los constructores, descuidados por los propietarios, y allá, tras de una valla o tapia, emerge, si nadie la desbroza, una floresta inusitada y premonitoria; maraña impenetrable de zarzas, ortigas, celedonias al lado de la cafetería y el gimnasio, la sucursal bancaria y el supermercado, y entre ellas, al cobijo de ellas, tal vez una rica fauna, pequeña civilización no contactada en la no explorada jungla. Otros mundos en este. 

La naturaleza aguarda, Artemisa aguarda, sabe que las cuerdas que la amarran son perecederas, pero ella es eterna, y cuando las sogas se pudran, ella correrá de nuevo a desmelenar los parques, a engordar las raíces, a quebrar con ellas los sarcófagos de hormigón, a tocar el rebato de la vuelta de los jilgueros, los mirlos, los verdecillos, la multiplicación de los estorninos. Algo vimos ya, un anticipo, en la pandemia, cuando por unas semanas se dejó de segar y patrullar las calles. Cal Flyn cuenta en Islas del abandono cómo la vida vuelve a brotar incluso en los espacios más hostiles, más inconcebiblemente contaminados. Nuestros infiernos —Chernóbil, la zona desmilitarizada de Corea y así— son edenes para la florifauna que en ellos busca la tranquilidad, la tranquilidad es lo que más se busca. No hay que ser misántropos, no hay que pensar que somos una plaga: la plaga es el capitalismo. Pero habría que preguntarle a los osos y jabalíes y ciervos de Prípiat, que pastan plácidamente la hierba irradiada de los alrededores del reactor descalabrado, si somos una plaga o no. 

Volverán las oscuras golondrinas en nuestros balcones sus nidos a colgar. Regresarán los osos, los jabalíes. Ya pasa en Asturias, desde donde esto escribimos: ya hay osos husmeando en los contenedores de basura de algunos pueblos, porque los osos son militantes del derecho a la pereza y prefieren nuestras sobras caducadas al curro de cazar. Jabalíes ya hay que osan acercarse hasta el Campo de San Francisco, el Central Park de Oviedo. Todo esto nos aterra, y demandamos concertinas más altas, mejor electrificadas, que mantengan a raya esta invasión de los migrantes del bosque. Acallar el murmullo, detener el pálpito, ponerle puertas al campo y diques a la mar. Hoy hay una tendencia urbanística ecologista consistente en no eliminar obsesivamente la maleza, sino dejarla crecer allá donde realmente no moleste. La incomprensión ciudadana motivada por ello ha perjudicado las perspectivas electorales de algunos gobiernos progresistas, acusados de dejadez y de tener la ciudad sucia, y ahora hay sitios que lo hacen pero poniéndole alrededor, a esa vegetación liberada, una vallita y carteles explicativos. Los extremos de este espectro son arrasar la maleza o dejarla crecer incontroladamente; el centro centrista centrado del asunto es meterla en un zoo o un CIE. 

Jugamos con la floresta un partido que estamos condenados a perder, como lo jugamos contra la muerte, y eso, a la vez, da miedo y da consuelo, como comenta del polvo Tomás Sánchez Santiago: 

«El extraño adoquinado que el polvo va formando sobre cada cosa. Es la mano del tiempo, que va cubriendo con insensible constancia todo lo quieto. Recuerdo aquel relato de Sebald sobre el pintor que valoraba ese concurso del polvo, para él más importante que la luz, el agua o el aire; frente a estos elementos indispensables para sostener la vida, el polvo es el gran entrometido. Un entrometido incesante. Cae sin pausa desde la misteriosa altura, después de flotar en bandadas parpadeantes desde el aire. Cuando encuentra acomodo en el azar de las superficies, apaga brillos y desdora la lozanía natural de las cosas. Trae un recado imparable en su presencia. A veces me consuela; a veces me da miedo. No sé decir nada más de él». 

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