Julio de 2024. Dos hermanas de Barcelona de 64 y 54 años se tiran por la ventana del patio de luces del piso en el que llevaban viviendo desde hace años horas antes de ser desahuciadas. Junto a la nota de suicidio y en un lugar bien visible de la vivienda, dejan la carta del juzgado que ordenaba el primer intento de lanzamiento por impago de alquiler para el lunes a las 11 de la mañana. Las inquilinas no habían vuelto a pagar la renta desde el mes de marzo de 2021, poco después de la muerte de su madre por covid, que también vivía con ellas. Desde la demanda interpuesta por el propietario, en mayo de 2023, hasta el día de su ejecución, pasaron 14 meses sin que ningún funcionario del ayuntamiento fuese capaz de ponerse en contacto con las afectadas. Estas mujeres se quitaron la vida por una deuda de 9000 euros.
Leo los comentarios en las noticias de prensa que referencian el suceso. Decenas de personas se lamentan por el desenlace, pero aclaran que no pagar nunca es la solución, como si alguien dejase de pagar por placer o por vicio y se suicidase consecuentemente, antes que saldar sus deudas. Conviene recordar que el acceso a la vivienda es una necesidad básica de primer orden y un derecho universal recogido en el Artículo 47 de la Constitución Española, en la Declaración de los Derechos Humanos, y en diferentes organismos internacionales y europeos. Absolutamente todo el mundo tiene derecho a disfrutar de una vivienda, incluso aunque no haya cotizado en su vida ni gane dinero suficiente, y es labor de las instituciones garantizarlo y sostener la calidad de la vida de las personas más vulnerables. Intuyo que demasiada gente está convencida de que nunca le pasaría algo así, cuando en realidad hace falta muy poco para que tu vida se tambalee por completo y se produzca una reacción en cadena que te deje sin una red social de supervivencia. Sufrir violencia, quedarte sin trabajo, sin pareja o sin padres, o caer en una enfermedad mental o incapacitante, son factores más que suficientes para que el capitalismo te lleve por delante.
Son muchos los puntos que acumulaban estas mujeres para encontrarse en una situación de vulnerabilidad máxima que debería haber sido atendida con los mecanismos de escudo social desarrollados por las administraciones. Para empezar, eran mujeres, y también en los desahucios hay brecha de género. Segundo, eran pobres. Sistemáticamente, la tasa de pobreza es muy superior en mujeres, debido a la precariedad y al desempleo que soportan y mucho más si son cuidadoras, ya que el trabajo doméstico ni está reconocido, ni está remunerado. No han trascendido más datos personales de las víctimas, pero resulta lógico pensar que el alquiler de la casa se pagaba con la pensión de jubilación de su madre. En 2023, la pensión media de las mujeres era casi un 50% inferior a la de los hombres (971 euros frente a 1443). Y si nos fijamos en las pensiones no contributivas, el número de mujeres que la percibe duplica a la de los hombres, y la media se sitúa entre los 352 euros por jubilación y los 290 por invalidez, importes de miseria, y muy por debajo del umbral de la pobreza.
Además, vivían de alquiler, otro factor de riesgo. Las personas con menos ingresos son las que más alquilan y, a la vez, son las que soportan subidas de precio más abusivas que incrementan sus tasas de pobreza y de carencia material y social. Cada vez más personas viven de alquiler porque no se pueden permitir una vivienda en propiedad y cada vez pagan más por ello, lo que paradójicamente significa que el alquiler sale mucho más caro que la hipoteca. Según el Informe del Estado de la Pobreza de 2024, de cada 1000 euros que ingresa un hogar en pobreza, una media de 364 va a parar a gastos de vivienda, cerca del triple que uno no pobre. Por si fuera poco, el precio de la energía y la alimentación se ha disparado tanto que no son pocas las familias que se ve obligadas a elegir entre comer o pagar el alquiler.
Estaban solas. No se relacionaban con los vecinos ni tenían contacto con los servicios sociales. Los vecinos llevaban meses sin ver a la menor de las hermanas y la mayor solo salía de casa para comprar lo justo, y siempre con mascarilla, mientras les pedía que no se acercasen a ella. Según Cruz Roja, la crisis sanitaria del covid-19 ha tenido grandes consecuencias para las personas más vulnerables como el aislamiento y la soledad no deseada, y muchísimas personas han perdido contacto con sus amistades o sus familiares. Tal y como señalan desde la organización, la soledad no deseada está relacionada con la irrupción de situaciones de vulnerabilidad y también de pobreza, porque cuando faltan recursos resulta más difícil desplazarse, participar en actividades, invitar a alguien a casa o relacionarse con otras personas.
Las heridas emocionales de pasar por un proceso de desahucio son tantas que el estrés, la impotencia, la vergüenza y la culpa ponen a estas personas en un riesgo de suicidio máximo. El desahucio es un trauma que lleva al estigma y a la exclusión a quienes lo sufren, y que les puede hacer tocar fondo. Porque incluso cuando todo va mal, tener un hogar mínimamente confortable en el que refugiarnos y protegernos, es de las pocas cosas que nos permite volver a intentarlo. Y cuando eso falla, cuando te vuelves absolutamente invisible para la sociedad y para el sistema y vives con una soga al cuello que se va apretando con cada nueva notificación de impago, tirarse por la ventana puede ser la única escapatoria.
Julio de 2024. Una fila de estudiantes recorre las Avenidas de Vilagarcía y Ferrol de Santiago de Compostela. A pesar del calor, estos jóvenes no están a la cola para entrar en un concierto multitudinario, esperan su turno para que los trabajadores de una agencia inmobiliaria salgan a ofrecerles alguno de los escasos pisos de los que disponen para el próximo curso. Hasta hace pocos años, Santiago solía ser una ciudad universitaria en donde abundaban los pisos y bastaba llegar a septiembre para encontrar una habitación decente. Ahora, el turismo se ha comido gran parte de la oferta inmobiliaria y la gallina de los huevos de oro ha reventado sobre los hombros de los trabajadores, las familias y los universitarios, obligados a desplazarse a ciudades dormitorio o a malvivir en condiciones insalubres, rodeados de ratones y humedades. El Concello acaba de ilegalizar 600 pisos turísticos sin licencia con la esperanza de que algunos vuelvan al mercado residencial, inaccesible desde que comenzara la pandemia.
Casi la mitad de la población española tiene dificultades para llegar a fin de mes y muchísimos jóvenes y no tan jóvenes, no se pueden independizar ni plantearse un proyecto familiar propio. El mercado inmobiliario se ha convertido en un criminal que atenta directamente contra la dignidad de las familias y de las personas, y ya va siendo hora de abramos los ojos y nos pongamos en pie de guerra antes de que los patios se nos llenen de cadáveres.
Comentarios
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