Otras miradas

El momento Dreyfus 

Pablo Batalla Cueto 

Periodista

Alfred Dreyfus despojado de su rango.- Biblioteca Nacional Francesa
Alfred Dreyfus despojado de su rango.- Biblioteca Nacional Francesa

En Francia, hace algo más de un siglo, hubo una guerra. No llegó a ser civil, una guerra literal, aunque se estuvo a punto. Fue cultural. Comenzó con la condena en 1894 a Alfred Dreyfus: un oficial alsaciano, judío, acusado con pruebas falsas de espiar para Alemania. Duró doce años en que, al calor de los sucesivos juicios y novedades del caso, la complejidad social y política de la Tercera República quedó simplificada en dos bandos: dreyfusards y antidreyfusards, defensores de la inocencia o la culpabilidad del capitán. El bando de los antidreyfusards (que acuñaría el mito del contubernio judeo-masónico-comunista) era a grandes rasgos la derecha, pero incluía también alguna izquierda, socialconservadora y antisemita. El bando dreyfusard era sobre todo la izquierda, pero incluyó algún sector minoritario de la derecha, ilustrado y cosmopolita. Y lo de menos, en realidad, era el capitán, chivo expiatorio de los ajustes de cuentas de un momento de cambio histórico. Discutir sobre el judío Dreyfus y la credibilidad de su patriotismo era una manera de dirimir otros asuntos del fin de siglo y la segunda revolución industrial: nación vs globalización, unidad vs diversidad, tradición vs modernidad, etcétera, con el telón de fondo del trauma de la derrota en la guerra francoprusiana y la obsesión con la «decadencia de las razas latinas». En el bando antidreyfusard ha solido verse la prehistoria del fascismo. 

Si aquellas tensiones no hubieran encontrado en el affaire Dreyfus un ring en el que batirse, lo hubieran hallado en otro asunto. La historia tiene a veces estos macguffins, nombre que daba Hitchcock a un elemento intercambiable de suspense que hace que los personajes avancen en la trama, sin tener mayor relevancia para la trama en sí. No es fácil discutir sobre abstracciones, y en los umbrales de época, cuando todo lo sólido se desvanece en el aire y hasta el ciudadano más corrientemente despolitizado se ve arrastrado al remolino de la discusión pública, a tener y manifestar una opinión sobre qué pintar en el lienzo en blanco del futuro, necesitamos esos aterrizajes de lo abstracto en un guiñol sencillo, con personajes concretos. Una mirada ávida de encontrarlo caracteriza a lo que podríamos llamar momentos Dreyfus. En ellos, una pendencia local, sectorial, puede verse recibiendo la misión de cargar sobre sus hombros el peso entero de dos cosmovisiones en liza; de compendiar la fricción de dos mitades del Universo. Ocurre con asuntos tan dramáticos como la suerte del pobre Dreyfus y también con otros más banales.

Cuando, en los años diez, los taurinos españoles se dividieron en gallistas y belmontistas —partidarios del toreo ortodoxo, tradicional, de Joselito el Gallo frente a la desconcertante y revolucionaria heterodoxia de Juan Belmonte—, su discusión, desarrollada al margen de que los dos matadores fueran grandes amigos, no era solo sobre toros, ni tal vez principalmente. Y aunque el Gallo fuera en principio el favorito de las élites, y el Pasmo de Triana el torero del pueblo, la zanja entre sus partidarios no casaba exactamente con la linde entre derecha e izquierda, o burguesía y proletariado: había un pueblo gallista y aristócratas belmontistas. No contendían clases o ideologías, sino cosmovisiones, antropologías, escalas de valores. 

Corren años similares a aquellos, salvadas las distancias: una nueva revolución industrial, transformaciones vertiginosas, angustias finiseculares, protofascismos en auge. Y con ello resurge la mirada hambrienta y binaria de esa guerra cultural que de todo hace frente. Dos cosmovisiones se buscan a sí mismas en cosas que pasan; asignan a personajes atónitos la misión de ser sus avatares en trifulcas reales o inventadas, en espacios que, en principio, nada tienen que ver con la política. Cuando, en 2024, gentes como el periodista deportivo Manolo Lama alaban el fútbol aguerrido, el estilo sin melindres ni moderneces y la buena relación con la prensa tradicional del seleccionador nacional de fútbol Luis de la Fuente —católico y taurino—, haciéndolo contramodelo del juego ultratecnificado de Luis Enrique, sus métodos extravagantes de entrenamiento —como un muy comentado andamio—, su tirantez con los periodistas y su preferencia por Twitch y otras plataformas de relación sin intermediarios con el aficionado, no hablan solo de fútbol.


Tampoco Lamine Yamal y Nico Williams son solo futbolistas para quienes, desde la izquierda, y sin que se les conozca palabra y media sobre fútbol con anterioridad, ensalzan ruidosamente su contribución crucial al éxito de la Selección. Cuando, en 2022, algún enfant terrible del columnismo de derechas vindicaba el erotismo torero y en spanglish de Chanel Terrero frente al folk gallego y feminista de Tanxugueiras y su No hay fronteras —la canción preferida del voto popular para representarnos en Eurovisión, con versos en todas las lenguas españolas, adonde sin embargo se envió a Chanel—, no hablaba solo, ni principalmente, de música. Cuando alguien ensalza las últimas películas familiares de Santiago Segura, el criterio no suele ser cinematográfico. Y lo de menos es si De la Fuente, Chanel o Segura son de derechas o no, o si Luis Enrique, Lamine Yamal, Nico Williams y las Tanxus son de izquierdas o no: lo que cuenta no es la ideología del autor, sino la recepción social de su obra. 

«No existe la no-política, todo es política», le dice Settembrini a Naphta en La montaña mágica, en algún momento entre 1907 y 1914: una hiperpolítica Belle Époque que antecedió a la hiperguerra del Somme y Verdún. 

Más Noticias