Otras miradas

Será un infierno, pero será legal 

Azahara Palomeque 

Dos miembros de Futuro Vegetal con una pancarta para apoyar a los activistas de Rebelión Científica en el juzgado.- Gabriel Luengas / Europa Press
Dos miembros de Futuro Vegetal con una pancarta para apoyar a los activistas de Rebelión Científica en el juzgado.- Gabriel Luengas / Europa Press

Escribo empapada en sudor, a las dos de una madrugada en que la temperatura no bajará de 25 grados. Me seco las manos con una servilleta, y escucho dos tipos de zumbidos: el de los aparatos de aire acondicionado de mis vecinos, y el de mi ordenador, cuyo ventilador lleva varias horas agonizando. Hace unas décadas las alarmas sobre la crisis climática se podían ocultar o disfrazar de verde; ahora, los cambios son tan acelerados y perceptibles desde la escala de una vida humana que cuesta creer el nivel de inacción política a la hora de revertirlos en Estados llamados democráticos. El año pasado se batió el récord de emisiones de CO2 a la atmósfera; el 22 de julio de este 2024 quedó registrado como el día más caluroso en la Tierra, poco tiempo después de que cinco activistas climáticos fuesen condenados en Reino Unido a penas de cuatro y cinco años de prisión por organizar una protesta pacífica que nunca tuvo lugar. Según recoge The Guardian, el juez los tachó de "fanáticos" y, aunque no llegaron a cortar la carretera que pretendían, la planificación del acto fue suficiente para encerrarlos entre rejas, acusados de conspiración, en la que probablemente sea la sentencia más dura por acciones no violentas en el país. Otro récord –podríamos pensar–: de criminalización del ecologismo. 

Pareciera que una suerte de desvarío colectivo nos atravesara, desde la indiferencia o la impotencia en las calles hasta el férreo blindaje de los intereses fosilistas por parte de unas instituciones encargadas, teóricamente, de proteger a la ciudadanía. Tanto los poderes legislativos como judiciales occidentales se han lanzado, en buena medida, a la defensa de un modo de vida insostenible y potencialmente suicida blandiendo las armas del derecho contra quienes más se esfuerzan en concienciar sobre la catástrofe. Si en Reino Unido el veredicto contra los cinco activistas ha causado estupor, en España –donde la Ley Mordaza sigue vigente– la fiscalía incluyó en su memoria anual de 2022 a algunos colectivos ecologistas en el apartado dedicado a terrorismo internacional, retractándose más tarde 

De hecho, el "terrorismo", término que no cuenta con una definición consensuada en el ámbito del derecho internacional, quizá se esté empleando como una suerte de significante vacío para atacar la libertad de manifestación, específicamente de los grupos más preocupados por las derivas ecocidas actuales; así se calificó en Francia al movimiento Soulèvements de la Terre. Al otro lado del charco, en Estados Unidos, se han aprobado leyes destinadas a castigar las protestas climáticas bajo el argumentario de que amenazan la infraestructura crítica. Además, el Tribunal Supremo derogó recientemente la doctrina Chevron, utilizada para la implementación de políticas públicas, muchas de ellas medioambientales, en caso de ambigüedad legal. Esto se traduce en que, ante una hipotética demanda de la industria fósil al gobierno por querer reducir emisiones contaminantes, los jueces no se verán obligados a consultar a las agencias federales expertas antes de llegar a una conclusión, rebajando el ya escaso marco regulatorio. Judicializar la acción climática y legislar su penalización caminan, parecer ser, de manos dadas frente a los gritos de socorro proyectados por la comunidad científica, el exiguo tejido social organizado, y voces tan preclaras como las de António Guterres: hemos abierto "las puertas del infierno", recuerden. Pero es un infierno legal. 

Decía Martin Luther King desde la cárcel de Birmingham en 1963 que "existen dos tipos de leyes: las justas y las injustas", y que "todos tenemos la responsabilidad de desobedecer las leyes injustas", aquellas que no se encuentran en armonía con la moral. Desde una penitenciaría británica afirmaba Roger Hallam, uno de los cinco activistas condenados por la acción pacífica jamás ocurrida, cofundador de Just Stop Oil y Extinction Rebellion, que "esto no va de cambio climático ... va de asesinato", que el juicio no era sobre "el derecho a la protesta", más bien "es resistencia civil contra el mayor proyecto de muerte en la historia de la humanidad". En nuestro país, el filósofo, poeta y profesor Jorge Riechmann podría acabar en una celda por participar en dos actos de desobediencia civil no violentos orientados hacia la visibilización de una emergencia tan ecológica como existencial que apunta a nuestra permisividad respecto al posible genocidio de pueblos enteros, que interroga nuestro grado de racismo y colonialismo en cuanto que el denominado Sur Global sufrirá las peores consecuencias, y que representa la mayor injusticia intergeneracional conocida: arrebatarles a los más jóvenes el futuro. Quién podrá soportar el peso moral y ético de la masacre tal vez lo determine el ordenamiento jurídico, el mismo que va minando poco a poco a los justos, acerrojándolos y silenciándolos, mientras garantiza impunidad a los perpetradores del verdadero delito.


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