La libertad, como concepto, ha sido uno de los pilares fundamentales en la configuración de las ideologías políticas de la historia contemporánea. El problema es que la libertad ha tenido muchas formas, incluso en nuestro pasado más reciente, que no han casado bien entre las distintas ideologías que pugnaban por su significado. Ya lo comentaba en el primer artículo de esta serie: convivir implica distintas formas de entender el mundo y esas diferencias habitan en nuestras palabras. Los conceptos fundamentales de cada sociedad son esencialmente controvertidos y no pueden significar algo concreto de manera clara. No son conceptos técnicos, analíticos, que han sido diseñados con precisión en un laboratorio sino que son en sí mismos la esencia del conflicto política. Por eso hay muchas formas de ser libres, y no siempre nos pensamos libres de la misma manera.
Hoy vivimos en sociedades en las que el liberalismo de corte más economicista va ganando la batalla de los conceptos. De ahí que tendamos a pensar que su forma de libertad es la única posible. Sin embargo, desde que cortamos las cabezas a los primeros reyes, la noción de libertad ha sido interpretada de muchas maneras distintas, algunas incluso contradictorias entre sí. La libertad tiene más caras y no se agota en la perspectiva negativa, esa enfocada en la autonomía del individuo y que se centra en proteger a las personas únicamente de las "interferencias" externas. No se trata de solo de ser libres de, como planteaba la semana pasada, sino de algo más.
La distinción entre libertad negativa y libertad positiva es uno de los temas favoritos de la teoría política. Isaiah Berlin, en su influyente ensayo Dos conceptos de libertad, define la libertad negativa como la ausencia de interferencia por parte de otros. O lo que es lo mismo, un individuo es libre en la medida en que no está sujeto a coerción externa. Esta concepción ha sido la piedra angular del pensamiento liberal y promueve tanto la autonomía individual como la protección de los derechos personales frente a terceros.
Por otro lado, la libertad positiva se refiere a la capacidad de un individuo para ser el autor de su propia vida, lo cual implica no solo la ausencia de restricciones externas, sino también contar con la capacidad de acción, esto es, que se den las condiciones para que uno pueda tomar decisiones efectivas. No en vano, esta perspectiva hace hincapié en la importancia de tener unas estructuras sociales y políticas que faciliten el desarrollo humano. De nada sirve tener muchas alternativas si no podemos disfrutar de ninguna.
Y al hacer empezar a mirar a la libertad desde esta otra esquina de la historia nos encontramos con que hay que empezar a conjugarla con otro sujeto. Si nos damos cuenta de que somos libres cuando podemos tomar decisiones, empezamos a observar que la libertad no es algo individual, sino compartido. Basta con reconocer que la historia de la libertad política no se reduce a la historia del individualismo. Desde la antigüedad, las nociones de libertad han estado vinculadas estrechamente con la idea de la comunidad. En las polis griegas, por ejemplo, la libertad era entendida como la participación activa en la vida pública y la capacidad de los ciudadanos para deliberar y decidir en conjunto sobre los asuntos comunes. Esta concepción comunitaria de la libertad es lo que ha dado lugar a la tradición republicana, que enfatiza la interdependencia de los individuos dentro de un marco de cooperación y solidaridad. El sujeto de la libertad no soy yo, sino la primera persona del plural.
El liberalismo moderno, al centrarse en la autonomía individual y la protección de los derechos personales, ha tendido a minimizar esta dimensión compartida de la libertad. Sin embargo, es importante reconocer que la libertad individual que promueve el liberalismo solo es posible dentro de un contexto social y político que la sustente y la haga viable. La comunidad proporciona ese marco necesario para la formación de individuos autónomos y para la protección de sus derechos.
La libertad republicana, en contraste con la libertad negativa del liberalismo, se basa en la idea de la participación activa en la vida pública y en la construcción colectiva del bien común. Esta tradición pone de relieve la importancia de la comunidad y la interdependencia de los individuos como condición necesaria para la libertad. Según esta perspectiva, la libertad no es simplemente una cuestión de ausencia de interferencia, sino la capacidad de participar en la autodeterminación colectiva.
La noción de interdependencia es aquí fundamental para entender la libertad republicana. Si los individuos no existen en un vacío social, es decir, sus capacidades y oportunidades están profundamente influenciadas por las estructuras sociales en las que viven; la libertad de un individuo dependerá, en gran medida, de la autonomía y el bienestar de los demás. Por lo tanto, la autonomía de uno depende siempre de la autonomía del resto, de tal modo que la libertad negativa del liberalismo solo puede darse si existen las suficientes redes de apoyo y cooperación comunitaria. La libertad se conjuga en común porque somos seres interdependientes, que necesitamos al otro para poder existir con dignidad y felicidad.
Esta idea de interdependencia se ha trabajado, sobre todo, en distintas teorías que enfatizan el cuidado y la solidaridad como elementos centrales de la vida social. El enfoque de los cuidados, por ejemplo, resalta la importancia de las relaciones de apoyo mutuo y la responsabilidad compartida en la creación de condiciones que permitan a todos los individuos existir dignamente. Este enfoque no solo cuestiona la noción liberal de la autonomía individual como independencia absoluta, sino que apunta a que la auténtica autonomía solo puede darse a través de reconocernos interdependientes y, por tanto, pasando de la ideología de la competición a la de la cooperación. Cuidándonos entre todas y todos.
Al pasar del yo a la primera persona del plural, la libertad puede volver a concebirse como un equilibrio complejo entre autonomía individual y soberanía política. El núcleo sobre el que orbita este equilibrio es la idea de libertad como no dominación. Y así llegamos al segundo de los elementos fundamentales de nuestra batalla por los conceptos políticos: la igualdad. Porque estar libres de dominación implica concebir alguna forma de igualdad entre las personas que formamos la comunidad política.
Si la libertad solo se puede dar de manera compartida es porque podemos imaginar a una serie de sujetos que, de manera igualitaria, sustentan esa libertad. No puede haber una primera persona del plural atravesada por la dominación y la desigualdad, ese sujeto solo se puede enunciar desde ciertos parámetros que nos hagan iguales, que no idénticos. La semana que viene profundizaremos sobre esta relación y los complejos caminos de la igualdad.
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