Otras miradas

Puigdemont elige el camino equivocado

José Antonio Martín Pallín

Abogado. Ha sido Fiscal y Magistrado del Tribunal Supremo. 

El expresidente de la Generalitat de Catalunya Carles Puigdemont interviene en un acto de bienvenida organizado por entidades independentistas.- David Zorrakino / Europa Press
El expresidente de la Generalitat de Catalunya Carles Puigdemont interviene en un acto de bienvenida organizado por entidades independentistas.- David Zorrakino / Europa Press

Carles Puigdemont, expresident de la Generalitat de Catalunya, llevaba cerca de siete años fuera de España, habiendo fijado su residencia en la localidad belga de Waterloo. Durante este tiempo se ha movido con entera libertad por varios países de la Unión europea, salvo dos detenciones en Alemania (que ofreció entregarlo por malversación) e Italia, que denegó la detención solicitada por el juez instructor Llarena. Hay que reconocer que esta situación es muy dura, digan lo que digan un número considerable de políticos y comentaristas. El acuerdo entre ERC y el PSC para la investidura de Salvador Illa como presidente de la Generalitat que se fijó para el día 8 de agosto, precipitó los acontecimientos que le llevaron a tomar una decisión qué, en principio, me parece razonable. Decidió entrar en España burlando la orden de detención con el propósito de acogerse a la protección de la soberanía parlamentaria que se reconoce en toda sociedad democrática y una vez en el hemiciclo, sabiendo que matemáticamente que su voto no alteraba el resultado que se esperaba, podía haber hecho uso de la palabra. 

Los que le aconsejaron y él mismo deberían saber que, si se llevaba a cabo lo programado, la única alternativa, una vez terminada la investidura, era la de entregarse en el juzgado de Guardia de Barcelona para ser puesto a disposición del juez Llarena, que mantenía una insólita e inexplicable orden de detención, cuyo fundamento desconocemos, teniendo en cuenta que el poder legislativo (el imperio de la ley) había promulgado una ley de amnistía que evitaba la necesidad y la legalidad de su detención. 

Optó por montar una trama de apariciones y desapariciones que se asemejaba más a una película de Alfred Hitchcock que a un acto político. Apareció fugazmente en un escenario improvisado en el que pronuncio un breve discurso y una vez terminado desapareció entre bambalinas arrastrado por su abogado.  A partir ese momento se sube a un automóvil perseguido por dos Mossos de escuadra a pie.  Según las versiones oficiales, el momento de mayor suspense se alcanza cuando se iban a acercar para detenerle y el semáforo se pone en verde haciendo imposible la operación de captura.  Vivimos en un país que considera que la organización de un proceso legislativo, una votación y una declaración fugaz de independencia son equivalentes a un golpe de Estado, en lugar de una actividad inconstitucional que fue atajada por la aplicación del artículo 155 de la Constitución, como reconoce la propia sentencia condenatoria. La desmesurada querella del Ministerio fiscal por rebelión terminó con una condena por sedición y malversación que ha sido criticada por toda la comunidad jurídica internacional. 

El operativo montado para conseguir su detención fue absolutamente desproporcionado. No se trataba de detener a Bin Laden u otro terrorista internacional, sino de un político que ha permanecido siete años fuera de España, a disposición del sistema de justicia europeo e incluso ha llegado a celebrar mítines políticos a veinte kilómetros de la frontera española. Como era de esperar la oposición ha considerado que estamos ante una humillación a la patria que solo puede saldarse con la dimisión de los responsables de Interior y Defensa e incluso del presidente del Gobierno. Que no falte de nada. Están nerviosos porque no se abren las urnas para que lleguen triunfantes a desarrollar sus políticas con los resultados ya conocemos. 


En mi opinión Puigdemont se ha equivocado de camino y ha regresado a su residencia, ya casi oficial, dónde deberá esperar que el principio de legalidad y el respeto a la división de poderes se imponga y termine por beneficiarse de una amnistía que no tiene ninguna tacha de inconstitucionalidad. Cuando regrese, en sus manos y la de su partido estará la política a seguir. Espero y deseo que no escojan el camino equivocado.

Ahora le toca al juez Llarena mover ficha y activar una nueva orden de detención y entrega dirigida a la justicia belga si no quiere incurrir en un delito de omisión del deber de perseguir los delitos. Solicitará que lo entregue por un delito de malversación de caudales públicos con un enriquecimiento personal. Me parece que le va a resultar complicado convencer a sus colegas de que los hechos de que dispone sean constitutivos, con arreglo a la más elemental interpretación jurídica, de un delito de malversación de caudales públicos con enriquecimiento, por no haber utilizado fondos de su propio bolsillo para organizar un referéndum. Esta teoría sin duda provocará el pasmo de los jueces que la reciban porque resulta difícil digerir que una actividad política de esta naturaleza tenga que ser costeada por el patrimonio de cada uno de los políticos que intervinieron. Con esta teoría pienso que solamente Amancio Ortega estaría en condiciones de hacer frente a estas actividades. 

Espero impaciente los próximos movimientos de mi antigua Sala para ver hasta qué límites son capaces de traspasar para dejar en ridículo el sistema judicial español del que, según la Constitución, son su cúpula. Si deciden, por su propio imperio y seguros de su impunidad, hacer dejación de sus obligaciones estaremos, una vez más, ante un comportamiento que suscitará el asombro de los demás sistemas judiciales de la Unión Europea y otras latitudes.  Nos encontramos ante una excentricidad que merece ser valorada por la Comisión de Justicia de la Unión Europea. 


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