Otras miradas

Nostalgia de Bernie Sanders 

Azahara Palomeque 

Escritora y doctora en Estudios Culturales

El congresista estadounidense Bernie Sanders durante la Convención Demócrata.- EFE/EPA/MICHAEL REYNOLDS
El congresista estadounidense Bernie Sanders durante la Convención Demócrata.- EFE/EPA/MICHAEL REYNOLDS

Un señor con expresión cabreada y tono grave, casi implacable, como echándote la bronca. Un cascarrabias a punto de cumplir 83 años que, mientras contribuye a la gerontocracia de la política nacional, no ha parado de despertar fervores entre los más jóvenes desde que, en 2016, decidiera presentarse a las primarias demócratas y crear un movimiento alrededor quizás aún vivo, algo, una pizca siempre mejor que nada. Un abuelo poco encantador, que no suele desencantar. 

Es difícil explicar que, a más de 7.000 kilómetros, alguien como el senador Bernie Sanders me desatase tanta simpatía hace unos días mientras veía la Convención Demócrata, ese espectáculo fastuoso, ciertamente hortera, donde Kamala Harris resultó elegida oficialmente candidata a la presidencia de Estados Unidos. Difícil porque la simpatía se entreveraba con una nostalgia de lo que podría haber sido y no fue, confirmada por el contenido de un discurso que rompía la tendencia general entre alocuciones untadas de purpurina. Bernie Sanders, el viejo a quien, durante la inauguración de Joe Biden en enero de 2021, se vio sentado aparte, de brazos cruzados en un rincón de las gradas, con esas manoplas tejidas a mano, las manos de una maestra de primaria, no ha querido concurrir una tercera vez a la carrera por la Casa Blanca. Sensato respecto a los límites etarios, no obstante, perseveró en su empeño de difundir el único discurso que desafía realmente a las élites empresariales, precisamente porque ninguna de sus campañas estuvo financiada por bolsillos millonarios. Lana protectora frente al frío polar, pero no cheques cuya letra pequeña implica devolver favores. 

Sanders prescindió de ornamentos. Palabra tras palabra, la lealtad que ha prestado tradicionalmente al Partido Demócrata se contrapone a su trayectoria política como independiente, y así osciló, desde el verbo que reconoce una gestión pandémica solvente en la figura de Biden, hasta el que sentencia: "cuando la voluntad política está ahí, el gobierno puede de forma efectiva cumplir con las necesidades de la gente". La traducción cultural para nosotros, españolitos, sería: "sí se puede, pero no quieren". Si durante la covid no escasearon esfuerzos institucionales, se preguntaba Sanders, a qué viene ahora no ampliar un compromiso que saque a la ciudadanía del lodo. Sin medias tintas, mencionó medidas imprescindibles que ningún otro ponente se habría atrevido siquiera a evocar. El salario mínimo federal lleva quince años estancado en 7,25 dólares la hora y, aunque no subrayó el agravio histórico, sí apuntó la necesidad de subirlo hasta que sea un salario del cual poder vivir, una demanda ya ausente del programa demócrata.  

Tampoco "garantizar una sanidad para todos como Derecho Humano, no un privilegio", según gritó el senador desde el estrado, llegará a los documentos que baraja el equipo de Harris; en su lugar, los habituales parches continúan ocupando horas mediáticas. Recortar precios de algunos medicamentos o subvencionar la sanidad privada a través del Obamacare se entienden dentro de un sistema donde el poder corporativo se beneficia de los organismos públicos y a la ciudadanía le llueven migajas. Pero una casa en ruinas no se puede reparar a base de tiritas, y eso fue lo que Sanders implícitamente denunció cuando aludió, además, a la atención sanitaria universal del "resto de países industrializados". Hasta a los no tan industrializados, como el nuestro, nos queda algo del tal derecho, una pizca siempre mejor que nada. 


Otro hachazo discursivo consistió en exigir la financiación pública de los procesos políticos: "los multimillonarios en los grandes partidos no deberían poder comprar elecciones, incluyendo las primarias" –de nuevo, manoplas vs. cheques, proyectado por la boca grande y directo a las conciencias de los candidatos que él ha apoyado a pesar de las derrotas personales: Hillary Clinton, Biden, ahora Harris. Por último, al mismo tiempo que fuera del recinto se celebraban protestas a favor del pueblo palestino, Bernie exclamó: "tenemos que terminar esta guerra horrible en Gaza", la frase más tajante –sin decir "genocidio"–, la menos políticamente correcta, la aislada en una reivindicación no oscilante hacia la defensa de Israel, como enunciaría más tarde la actual vicepresidenta. No servía, para el viejo gruñón, la equidistancia. 

Estados Unidos está a punto de perder a un representante comprometido con una noción de posibilidad no coartada por la presión de las élites, la reverencia jerárquica, la mercantilización de la propia política como malabarismo escandalosamente obsceno, ni el efectismo dialógico. Está a punto de prescindir de una persona que concibe su propio cargo y el de los demás en el congreso como servicio público y ejercicio de civismo, no como participación en un circo jugosamente remunerado con los impuestos de quien más sufre. Está al filo de dejar marchar entre la penumbra de las circunstancias biológicas al abuelo que no necesita arrojarse confeti ni delinear su autobiografía como hagiografía meticulosamente amoldada a las lindes meritocráticas del falsario Sueño Americano, al contrario que los demás: mirad a Kamala, tan "clase media" ella y ahora tan estrella; o Tim Walz, el militar que devino profe y luego gobernador; y qué me dices de Alexandria Ocasio-Cortez: "hace seis años, yo estaba sirviendo tortillas en Nueva York, no tenía seguro médico" y, de repente, voilà 

Bernie evitó recurrir al manido pero eficiente truco de la narrativa ascendente basada en el "si quieres, puedes –soy el vivo ejemplo" para después presentar su agenda, tal vez porque es consciente de la culpabilización que transmite a quienes no han logrado abandonar un lodo blindado de desigualdades estructurales. Puede que, incluso, no sienta la existencia como una competición ni una guerra, según anuncia el eslogan de Harris: "si luchamos, ganamos". Quizá de ahí proceda el recodo político en que se encuentra, la esquinita en las gradas, aunque todavía nos quede su voz, el torrente lúcido de los impertérritos frente al chantaje del dinero. 

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