Otras miradas

Ahora te hago bizum

Leonor Cervantes

Ahora te hago bizum
Imágenes del Whatsapp de la autora.

Una tortilla de patatas, un par de calcetines, un trozo de papel, o la cuenta de un restaurante cuando cenas con una amiga que cobra el triple que tú son ejemplos de cosas que se pueden dividir por la mitad.

Somos muchas las que, desde hace años, venimos repensando nuestras relaciones de amistad. Cansadas de que la mayor parte de nuestro tiempo y ternura se lo llevaran las relaciones de pareja  decidimos poner a la amistad en el centro. Lo hicimos porque sabíamos que las relaciones entre amigas podían ser hermosas y merecían una oportunidad históricamente negada. Lo hicimos, también, porque comprendimos que poner todas las manzanas en el mismo frutero no era la mejor estrategia. Una vida que orbitara en torno a un único centro (la pareja) era más frágil que una vida sostenida por una red de amigas y amores.

Ser una buena amiga comenzó a resultarnos tan importante como ser una buena novia. Decidimos construir relaciones profundas entre nosotras. Priorizarnos. Vivir de la mano. Ahora bien, pese al anhelo de diluir nuestra intimidad en una experiencia común, jamás existió nada tan salomónico como la división de un ticket de supermercado en manos de un grupo de amigas. Escuadra y cartabón: partición exacta del precio entre todas las que van a pasar juntas las vacaciones. Independientemente de cuánto cobre cada una. En este deseo por compartirlo todo: secretos, lágrimas y esperanzas... nuestras cuentas corrientes se quedaron fuera. En este asunto la política continuó siendo que cada una gestione la suya propia.

Nuestras vidas son nóminas desiguales que van a dar al mismo Tricount. En los grupos de amigas pagamos 50-50, aunque todas sepamos que los salarios de unas tienen más cincuentas que los de otras. No sólo en los planes de ocio; también cuando vivimos juntas y llegan las facturas de la luz. Es evidente que cada relación de pareja y cada familia es un mundo. Sin embargo, en lo económico parecen guiarse generalmente por una máxima más o menos compartida: quien tiene más, pone más. Es lo que tiene concebirse como un único barco que navega en una misma dirección. Si al final somos el mismo navío, ¿qué más da quién pague un poco más del timón? Con los grupos de amigas parece que eso no funciona: por mucho que todas queramos remar a una, cada cual tiene que comprar su propio bote.

Nacer en una familia adinerada te facilita la vida. En muchos casos, tener relación de pareja con alguien que cobra una buena nómina también allana el día a día. Pero, ¿y con las amigas? Puede que una amiga con una buena posición económica te haga un regalo de cumpleaños espectacular; pero seguramente no será ella quien te mantenga si decides dejar de currar para prepararte unas oposiciones. No tengo la menor duda de que mis amigas me han salvado la vida. También me han rescatado de las garras de relaciones abusivas con parejas y familiares. Pero no sé hasta dónde podemos llegar con el potencial emancipador de la amistad si no nos ponemos pronto a hablar de dinero. No se trata de que seamos amigas más o menos generosas; sino de que la amistad sea un vínculo donde se redistribuya la riqueza.

Escribo este texto abrigada con una sudadera que María prefirió regalarme en lugar de vender por Vinted. Mientras tecleo, Cristina duerme en la habitación que yo alquilo en Madrid; escogí dejarle sábanas limpias a mi amiga en vez de subarrendar mi cuarto durante las vacaciones. Tengo conectados al ordenador los antiguos auriculares de Carla, ella ya no los usaba y decidió dármelos a mí aunque podría haberlos vendido por Wallapop. En una semana volveré a la capital en Blablacar: pagaré la gasolina de un trayecto que se habría realizado aunque el conductor jamás me hubiera conocido. Probablemente hemos dedicado poco tiempo a pensar en cómo repartir nuestras pequeñas fortunas; pero en idear estrategias para sacarle dinero a todo no hemos perdido un minuto.

Formo parte de una generación que nada en precariedad y que atesora cada céntimo por necesidad, no por egoísmo. Tengo claro que mi enemigo es mi casero y no una colega que vende sus camisetas desgastadas por tres euros. Sin embargo siento que cada vez somos más los que, sin estar motivados por la supervivencia, buscamos sacar rédito económico a cualquier cosa que pueda tener un precio.

Nadie quiere llegar tarde a la fiesta. Nadie quiere el trozo pequeño del pastel. Pero sobre todo nadie quiere ser el supuesto gilipollas que no saca tajada mientras los demás repiten incesantes: "Si lo que tú ya no quieres aún puede ser deseado por otro eres imbécil si lo dejas ir gratis". Me pregunto cuándo llegará el día en el que por fin saque la bolsa de ropa antigua que guardo desde hace un año en el armario con el único objetivo de venderla, en algún momento indeterminado, por Internet. Mientras eso sucede, sigo esperando a que alguien me compre de una vez un rizador de pelo que lleva casi una década cogiendo polvo en mi casa pero que, hace ocho Navidades, le costó su dinero a mi madre. Por lo que la única opción inteligente es amortizar el gasto. Se suponía que aplicaciones como Vinted, Too Good Too Go o Wallapop nos enseñarían a reciclar lo que ya no queríamos. Tras unos años creo que nos han educado para monetizar todo lo que ya no usamos.

Este verano junto las típicas fotos del mes de agosto en redes, unas piernas frente al mar o una paella en un chiringuito, un nuevo formato se ha sumado a las historias que me mostraba Instagram: gente que preguntaba a sus seguidores si alguien podía cuidar de sus gatos y/o plantas mientras ellos estaban de vacaciones. Normalmente pedían la ayuda durante cinco días, una semana como mucho, y siempre lo acompañaba con un texto que advertía: REMUNERADO. Desconcertada desde el sofá de mi casa, cada vez que veía una de estas publicaciones me hacía la misma pregunta: ¿Toda esta gente no tiene algún amigo a quien pedirle ayuda?

Sé que estamos hasta el cuello. También soy consciente de que estamos hartas de trabajar gratis, de jornadas laborales leoninas por sueldos irrisorios y de hacer horas extras que jamás se pagan. Por otro lado, es necesario que los trabajos de cuidados sean remunerados para que no recaigan siempre en manos de las mismas y de forma invisible. Pero dudo que la alternativa a endosarle el riego de un geranio a nuestras madres sea convertir los favores en una fuente de ingresos extraordinaria. En un sistema en el que el trabajo asalariado nos asfixia, no nos liberará replicar su lógica en las demás parcelas de nuestro día a día.

No estoy del todo entumecida, hay bellezas a las que aún no me he acostumbrado. Todavía me sorprendo cuando una amiga recuerda una anécdota de mi infancia, cuando mi pareja pronuncia mi nombre o cuando alguien me hace un favor. Cuando sucede esto último, comprendo de un guantazo lo que significaba encontrar una aguja en un pajar. Me convierto en una arqueóloga que acaba de desenterrar un fémur. "¿Cómo es esto posible?", "¿por qué me ha ofrecido su brazo?", me pregunto continuamente. De todas las posibles configuraciones del universo; vivo en un mundo donde alguien me presta ayuda sin más motivos que el deseo de apoyarme. No busca nada a cambio. Este es el trébol de cuatro hojas.

Me siento diminuta. Con la rapidez de un vagón de mercancías, me arrolla el recuerdo de todos los favores que yo no hice. Por pereza. Por egoísta. Porque tildé al otro de cara dura. Porque pensé que cada uno debía solucionarse lo suyo. Me juro a mí misma que la próxima vez estaré más disponible. Sé que la primera regla del apoyo es que un favor no se convalida. No se devuelve con otro favor inmediato, de las mismas magnitudes y a la misma persona. Eso es seguir hablando el idioma de la transacción. Del pago. Del yo te hago y tú me das. El favor se cuece a largo plazo, de forma expansiva y en múltiples direcciones. Sé que cuando menos lo espere alguien necesitará que le acompañe a hacer una mudanza, que le ayude a montar una estantería o que le preste mi cámara de fotos. Estaré atenta y me sumaré a la enorme cadena de gestos anónimos que sostiene el mundo. Porque los favores no son intercambios en el camino; sino una forma de pasear por la senda.

 

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