Otras miradas

No va a estallar la tercera guerra mundial, pero lo que viene no es mucho mejor

Alfredo González Ruibal

No va a estallar la tercera guerra mundial, pero lo que viene no es mucho mejor
Manifestación en Plaza Nueva, Sevilla, en solidaridad con Palestina, conmemorando el aniversario del inicio del conflicto en la región. Francisco J. Olmo / Europa Press

Desde que Rusia invadió Ucrania en febrero de 2022 nos han advertido en varias ocasiones de que la tercera guerra mundial es, de nuevo, una posibilidad. Ha amenazado con ello Putin repetidas veces, pero también Zelenski, militares y analistas de toda convicción y los científicos del Doomsday Clock, que calculan el riesgo que existe de un apocalipsis provocado por seres humanos.

El caso es que, casi dos años después de la invasión, todavía no tenemos guerra mundial a la vista. Al menos no del estilo de las dos pasadas. Y aunque es cierto que el ser humano es impredecible, las posibilidades de un conflicto global, sea con armas atómicas o convencionales, parece hoy algo más bien remoto. Existen varias razones para ello.

En primer lugar, porque la disuasión nuclear funciona. A (casi) nadie le interesa el fin de la humanidad.

En segundo lugar, porque es difícil conseguir que la gente se inmole en una gran hecatombe bélica. Lo es porque vivimos bajo regímenes mayoritariamente democráticos donde la opinión pública cuenta, porque la mayor parte de la población mundial tiene más que perder hoy que en 1914 o 1939, porque recordamos lo que fueron las guerras mundiales pasadas y por que no existen grandes ideologías opuestas con las que movilizar al personal.

Finalmente, un conflicto a escala planetaria es muy difícil porque en 1939 había 67 países y hoy 195. En 1939 llegaba con que tres naciones se pelearan entre sí para desatar una hecatombe auténticamente mundial. Hoy es bastante más complicado. Además, y en relación con esto, actualmente vivimos en un contexto multipolar. No hay dos bloques ni tres ni cuatro, sino un montón de actores con agendas bien distintas e incluso incompatibles. Aunque tuviéramos muchas ganas, sería realmente difícil ponernos de acuerdo para organizar una guerra mundial.

Pero que no nos amenace un conflicto a gran escala no significa que el futuro de la paz sea halagüeño. Mientras nos angustiábamos con una más que improbable confrontación global, se ha ido imponiendo otro tipo de guerra igualmente terrible: una sin límite alguno, donde cualquier crimen está permitido. Una forma de guerra que se extiende ya por parte del Próximo Oriente, casi todo el Sahel y distintas regiones de Latinoamérica. Es la que practica el yihadismo en África y el narco en México. Es la forma de guerra que ha devastado Siria desde 2011.

Todos estos conflictos tenían en común su carácter más o menos localizado y que los crímenes que cometían las partes implicadas eran ampliamente repudiados por la comunidad internacional. Parecía claro que este tipo de enfrentamientos era propio de estados paria o de actores no estatales (terroristas, narcos, milicias). Parecía claro hasta octubre de 2023.

La respuesta de Israel al ataque de Hamás ha demostrado que un Estado formalmente democrático puede comportarse exactamente igual o peor que un señor de la guerra o un "estado canalla" (rogue state) y continuar recibiendo el apoyo de los gobiernos occidentales. Se ha dicho ya numerosas veces: las implicaciones de la barbarie de Gaza van mucho más allá de Israel, Palestina y el Próximo Oriente. Se está poniendo en tela de juicio el orden que surgió del fin de la segunda guerra mundial.

La cuestión es, quizá, aún más grave.

Recientemente publiqué un libro que trataba de contar la historia de la guerra en perspectiva arqueológica y de larga duración (Tierra arrasada. Un viaje por la violencia del Paleolítico al siglo XXI). Ahí trataba de demostrar que algunas de las ideas dominantes sobre la violencia colectiva son erróneas. Ideas como que la guerra total no empieza hasta la era contemporánea, que a lo largo de la historia nos hemos vuelto progresivamente más pacíficos o, todo lo contrario, que los conflictos se han vuelto cada vez más letales y devastadores. Cuando observamos el pasado en un marco de milenios, ninguna de estas hipótesis se sostiene. Lo que se advierte, como mínimo desde hace 7000 años, son ciclos de violencia. Existen períodos en que el conflicto se encuentra constreñido por ciertas normas y otros en los cuales desaparece cualquier tipo de restricción. En estos últimos, la violencia contra no combatientes y los crímenes más abyectos se convierten en algo habitual.

Si no lo evitamos, es probable que nos adentremos en un nuevo ciclo de violencia generalizada que puede durar décadas e implicar no solo a países periféricos y estados fallidos. De hecho, 2023 ya fue el año con más conflictos desde el final de la guerra fría. Las guerras que se vienen serán entre estados, paraestatales y civiles—, guerras más allá de cualquier marco jurídico y constricción moral. En los que nadie estará a salvo. Y a nadie se castigará por exceder límites, porque no habrá límites.

Los culpables de este nuevo ciclo de violencia salvaje no serán solo narcos, terroristas y dictaduras. Serán también los estados muy democráticos y muy civilizados que decidieron, un mes de octubre de 2023, que las leyes de la guerra y el derecho humanitario se pueden respetar sí o no, dependiendo de quién comete los crímenes y quién los sufre.

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