Otras miradas

Superar el trauma

Noelia Adánez

Jefa de Opinión en 'Público'

Superar el trauma
El Colectivo de Sanitarios y Sanitarias de Nafarroa se concentra frente a la Diputación contra el Genocidio en Gaza. Fotografía de Noelia Adánez

Slavoj Žižek describe "lo real" como aquello que a causa de su carácter traumático o excesivo resulta imposible de integrar en lo que constituiría nuestra realidad, en el sentido de nuestra cotidianeidad, lo que vivimos cada día de manera consciente, aquello que forma parte de nuestra experiencia. "Lo real", pongamos por caso, la imposibilidad de acceder a una vivienda, el desmantelamiento de la educación y la sanidad públicas, la feminización de la pobreza, la creación de centros de internamiento para inmigrantes, la llegada de cayucos a las costas canarias, el desastre de la Dana y la gestión de sus consecuencias, el auge ya incontestable de la ultraderecha y la prefiguración de un nuevo orden mundial a escala planetaria o el genocidio perpetrado por Israel en Gaza, adquieren un carácter monstruoso. De tal modo que aunque sabemos lo que sucede, tenemos la intuición o la sensación de que es poco lo que podemos hacer para evitarlo y preferimos ignorarlo o circunvalarlo.

"Lo real", de tan inefable, de tan excesivo y traumático, resulta a menudo derivado al terreno del análisis de un modo tal que, lejos de contribuir a "atravesar la fantasía" – por seguir con Žižek y expresarlo en términos superficialmente lacanianos- se queda, en el peor de los casos, reprimido, encapsulado en el trauma. En el mejor de los casos, la derivación de "lo real" al terreno del análisis, de la exposición de argumentos o de la conversación, cumple una función que oscila entre el entretenimiento y el apaciguamiento. No sabemos qué hacer, pero al menos somos capaces de arriesgar un diagnóstico sobre lo que está pasando, aunque lo hacemos de un modo tal que analizamos la situación como si no termináramos de formar parte de ella. De esa manera, en alguna medida, reprimimos o negamos.

Porque, especialmente desde la pandemia, hablamos de lo que ocurre como si no fuera con nosotras del todo, como si no formáramos parte de un mundo que se nos presenta  extraño e incluso irreconocible. Porque "lo real", hoy por hoy, remite a un estado de violencia generalizada paralizante y angustioso del que tenemos pendiente tomar conciencia admitiendo que somos parte de esas violencias, aceptando que este mundo aborrecible también es el nuestro. Aceptar algo así, en el momento presente, no es fácil.

No es fácil, por ejemplo, aceptar la victoria de Donald Trump en EEUU, tampoco lo es tomar conciencia de que tras la tragedia de la DANA y ante la manifiesta ineptitud de los responsables públicos para gestionar sus consecuencias, organizaciones e individuos de extrema derecha, desinformadores e intoxicadores profesionales, estén promoviendo la confrontación, sembrando el caos y aprovechando la incomparecencia y la irresponsabilidad de las instituciones para difundir odio y antipolítica.

Es algo más fácil pensar que una parte de la ciudadanía, la que respalda y abraza estos planteamientos, vive en una realidad paralela, atrapada en el engaño de un mundo que no es el nuestro. Continuamos mientras tanto con nuestros quehaceres y nuestras vidas, que interrumpimos a cada tanto para comentar en X, eso sí, cómo medio planeta parece estar perdiendo por completo la cabeza. Creemos estar descargando algo de nuestra rabia y de nuestra frustración al señalar los delirios ajenos como si no formaran parte de nuestra realidad; pero lo hacen, y de un modo tan perentorio que no nos va a quedar más remedio que hacernos cargo de ello mediante un ejercicio formidable de responsabilidad colectiva. No va a ser fácil.

Porque, ¿cómo aceptamos que el pacto social haya saltado por los aires y que lo que hoy cohesiona a una parte muy importante de la sociedad no es otra cosa que la mentira? ¿Cómo aceptamos que hacemos parte de unas sociedades que aplauden las tropelías, los desvaríos y la crueldad de individuos como Ayuso, Milei, Trump o Netanyahu? Pues para empezar, dejando de servir de coartada a quienes tienen un interés fundamental en alimentar el ruido y la banalidad; debemos reservar nuestras energías para mantener conversaciones y entablar conexiones políticas significativas.

Hace pocas fechas, en Iruña, nos unimos a una concentración convocada por el colectivo de sanitarios y sanitarias de Nafarroa contra el genocidio en Gaza frente al edificio de la Diputación. Las convocantes habían previsto una conexión con el hospital de Al Awda en el norte de Gaza, después que trascendiera que éste, junto con los otros dos hospitales que también funcionaban parcialmente en el norte —Kamal Adwan y el hospital indonesio— se enfrentaban a nuevas órdenes de "evacuación", es decir, de desplazamiento forzoso de los heridos y enfermos, lo que es inhumano e inviable. Esperábamos poder escuchar el testimonio de los médicos de una instalación sanitaria que lleva meses siendo asediada y atacada. La conexión, cuando tuve que abandonar la concentración porque me reclamaban las obligaciones que me habían llevado a la ciudad, no había podido llevarse a cabo. Pero allí estuvimos, en la calle, tratando de conectarnos con Gaza, esperando poder mantener con ellos una conversación que materializara eso que sabemos y que tenemos que seguir teniendo presente a cada minuto: que se está perpetrando un genocidio y que aunque su artífice es Israel, todo esa violencia colonial tiene lugar ante los ojos del mundo y se sustenta en la aporofobia y el racismo.

Es imperativo que, desde la retaguardia, desde las calles y las plazas, le demos juntas a toda esta violencia algún tipo de respuesta política. No nos va a ayudar mirar para otro lado y desahogar nuestra cólera y nuestra fatiga en una red social para contribuir a un ruido que solo beneficia a sus dueños.

Venimos de años en los que se han ido gestando profundas divisiones sociales en términos simbólicos e ideológicos. La llamada polarización ha sido cuidadosamente alimentada por quienes están interesados en socavar las democracias y la cultura de los derechos humanos. La polarización interesada se ha impuesto y ha neutralizado la mirada política de izquierdas, que pasa por reconocer que es consustancial a nuestros sistemas el conflicto de clases, la dominación colonial y la subalternización por razones de género. La negación de las desigualdades y violencias que se desprenden de la existencia de estos tres grandes conjuntos de problemas es el destilado final de las guerras culturales emprendidas por las derechas a escala global; guerras que desde hace ya tiempo debemos dar por perdidas, al menos en los términos en los que nos las plantearon. El fanatismo ultraderechista y el nihilismo con el que marida es la marca de la época que la victoria de Trump culmina, y que no sabemos qué alumbrará después; nada bueno si continuamos siendo únicamente espectadoras de "lo real",  simples desmentidoras de engaños y superficiales comentaristas.

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