No quiero caer en la tentación de hablar de Iñigo Errejón y no quiero tampoco contar aquí una retahíla de situaciones similares que conozco. Prefiero pensar en todas las veces, que como ahora, nos hemos salvado entre nosotras de tipos como él. Estoy leyendo, aquí y allá, que la actitud de Errejón era de sobra conocida en algunos entornos y algunos, claro, se preguntan por qué nadie hizo nada hasta ahora. A mí me gustaría pensar que sí que se han hecho cosas, pero no siempre la respuesta o la denuncia tiene que ser mediática.
Confío plenamente en el trabajazo que están haciendo muchas compañeras periodistas feministas por denunciar públicamente situaciones de acoso y violencia, pero, por suerte, los medios de comunicación no son la única estrategia que tenemos para hacer frente a las situaciones de violencia que sufrimos todas. Puede que, hasta ahora, nadie haya señalado públicamente a Errejón como se ha hecho estos días, pero me gustaría creer que las mujeres que le han tenido que sufrir –y las amigas de estas mujeres– sí que han llevado a cabo acciones de autodefensa feminista o de contraviolencia para defenderse. Alejarse de él, por ejemplo, es una forma de cuidarse. No todas somos amazonas, ni falta que hace.
Me estoy acordando del ex novio maltratador de una amiga. Él, que sabe perfectamente quién es, puede que se entere ahora mismo de que disfrutamos muchísimo pegando pegatinas en las páginas interiores de uno de sus libros. En las pegatinas ponía algo así como "Este tipo es un maltratador". Me gusta imaginar a decenas de mujeres leyendo su libro en casa, encontrándose la pegatina, sintiendo nuestra rabia y tirando el libro a la basura. Y, si no lo han hecho, también está bien. No suena tan épico como salir, en grupo, a pegarse con los agresores, pero también es importante. Lo de la violencia, por cierto, deja grandes secuelas en las que sí apuestan por la épica. Me acuerdo también de las consecuencias legales y emocionales que sufrieron dos activistas lesbofeministas por responder con violencia a una agresión lesbófoba. Ante un "Lesbianas de mierda", decidieron liarse a hostias con los agresores. El juicio tardó casi un año en llegar y la absolución, por falta de pruebas, no pudo calmar la culpa: "¿Somos unas liantas"?, se preguntaban continuamente.
Sé también de un grupo de amigas que acudieron a terapia juntas para entender de qué manera podrían ayudar a otra de sus amigas, víctima de una relación violenta con un tipo. El vínculo entre ellas no soportó la situación, pero, al menos, ella acabó rompiendo con su agresor. Supe también, hace poco, de un intercambio precioso de mensajes entre dos mujeres que estaban compartiendo novio. Sin saberlo, claro. Lejos de tirarse de los pelos, quedaron a tomar una caña, lloraron y se rieron de él. Recuerdo con cariño el día que, siendo unas crías, nos atrevimos a ir a la casa familiar de una amiga a recoger con ella sus cosas. La violencia que sufría continuamente, por parte de su padre, era insoportable. No se atrevió a denunciar. Bueno: prefirió no hacerlo. Pero agarró sus cosas y se marchó. Prefirió cuidar a su familia que señalarle y eso también está bien.
Ane Eleizegui, en el artículo Un comando feminista contra vuestras mentiras, sí apuesta por apuntarles y me gusta: "¿Cómo actuarían si supieran que ya no cuentan con nuestra complicidad? ¿Cuántos tipos se cagarían encima si supieran que estamos organizándonos para desvelarles? ¿Cómo se quedarían si supieran que cualquier día, en cualquier momento, podría llegarle a su novia un mensajito con la información precisa para que le mande al carajo?". La verdad es que la idea me pone bastante. Sacarles los colores, ridiculizar sus actitudes, avisarnos entre nosotras. En realidad eso es exactamente lo que hizo Shakira con 'Tipos como tú'. Sobró, sin duda, la alusión a Clara Chia, pero, vaya, que acabará agradeciéndoselo algún día.
Construir una genealogía de nuestras violencias y poner en marchas distintas estrategias para hacerle frente está sanando nuestras heridas. La cuenta de Instagram de Cristina Fallarás es un buen ejemplo de ello: "Lo que yo publico son relatos de mujeres, no denuncias", dice. Pero qué importantes son esos relatos. Hay textos a los que vuelvo continuamente. La mayoría, no voy a mentir, de Pikara Magazine.
Este, de Lucía Egaña, me encoge continuamente las tripas: "Un día les comenté a mis padres que ese primo me daba besos con lengua. Me dijeron de inmediato que eso no estaba bien y que hablarían con su madre, mi tía. El pánico que sentí ante la posibilidad de hacer público lo incorrecto (...) me llevaron a desmentir en menos de 24 horas mi acusación. Atribuí todo a mi subconsciente". Lo que las periodistas callan, de Aurora Díaz Obregón, me partió el corazón. Ahí estaban muchas de mis compañeras compartiendo sus dolores. Yo quería sexo, pero no así, de June Fernández, es ya un clásico indiscutible. Estos días nos ha regalado Jare no quiere que su agresión sexual caiga en el olvido, que me ha revuelto también especialmente. Es habitual que se nos acerquen mujeres pidiendo ayuda, contando sus relatos, buscando la manera de hacer públicos sus dolores. Muchas veces, demasiadas, no podemos hacerlo: no hay pruebas, no hay datos suficientes, no tenemos tiempo, no nos atrevemos o ellas acaban por arrepentirse. Hacer públicas las situaciones de violencia y acoso es importante. Qué duda cabe. Pero más importantes somos nosotras. Rodéate de feministas. Escucha y cree lo que te cuentan. Pensad juntas estrategias. Todas sirven.
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