Se sabía que jugaba con fuego y se olía que se iba a acabar quemando. La duda entonces, ya hace tiempo, era si iría a mejor o a peor de lo suyo. Entonces no había habido ninguna denuncia y nadie se carga a alguien valioso por si acaso. Es lo que tiene la presunción de inocencia. La esperanza en que todos iremos a mejor también tiene lo suyo.
Entiendo su caída. Alguien con varias denuncias por acoso sexual, que reconoce los hechos y que la contradicción entre quién es y quién dice ser se ha vuelto insostenible, ha perdido la capacidad de representar a un partido político que tiene por bandera al feminismo.
Sin embargo, gente que conoce sus mundos de cerca, el político y el universitario -era profesor antes que parlamentario-, vaticinan que esto no va a terminar en un adiós a la política, que tampoco podrá volver a las aulas, que nadie le va a querer de asesor ni de nada, que se va a tener que ir de España.
Y entonces me asaltan las desproporciones, su condena infinita, su ¿cadena perpetua? Si alguien mete mano a alguien mal en una fiesta, después de encerrarla con pestillo en una habitación, su pena debe ser severa y la sociedad tiene que entender que no estamos dispuest@s a que estas cosas pasen más. ¿Seis meses limpiando las letrinas de un centro de mujeres agredidas sexualmente, asistiendo a sus terapias y haciendo una propia sería suficiente? ¿No es incongruente que los empresarios que corrompieron a menores en Murcia, prostituidas y drogadas, se vayan a ir de rositas mientras Errejón va a perder su vida entera? ¿Será que la izquierda no perdona y no tanto la derecha? Más allá de las distancias ideológicas y de la ya inexplicable comprensión con el putero que puede haber en todos los bandos: ¿tiene algún sentido que la pena de cancelación sea mayor que la pena por violación o asesinato? ¿Es justo que Errejón se vaya a convertir en un apestado mientras los empresarios murcianos conservan sus empresas, sus amistades y sus partiditas de golf?
Y no pongo en duda ninguno de los testimonios, ni el "yo te creo, hermana", ni el hay que acabar con estos comportamientos, ni el se acabó y se acabó del todo. Lo suscribo y lo batallo. La hago desde que todo esto empezó.
La cuestión es que también tenemos que reflexionar sobre lo que implica la cancelación como linchamiento.
He pasado vergüenza ajena estos días viendo a muchos pedir perdón por haber aplicado la presunción de inocencia, por haber supuesto que lo suyo era feo pero no delictivo a falta de pruebas. Hay tanto miedo al tsunami cancelador que ha producido una réplica de sálvese quien pueda.
Tan fea como la reacción de periodistas ha sido la de políticos excompañeros que han declarado que esto ya se sabía, sin caer en la cuenta de que así se autoinculpan como encubridores. La reacción de la derecha se daba por descontada. No van a parar en Errejón. Van a intentar convertir a todo el Gobierno en cómplice de sus abusos.
Pero más allá de todos ellos, las feministas no podemos abstraernos de la animadversión que el feminismo lleva tiempo engendrando, particularmente entre los más jóvenes que señalan nuestras desproporciones. Todos los movimientos sociales las tienen. Lo que nos hará mejores será reconocer nuestras lagunas, nuestros puntos ciegos, nuestros excesos. Nunca hemos querido ser como ellos en sus errores.
Y ya sé que esta columna me va a costar incomprensiones, insultos y palos dialécticos. Hay muchas mujeres doloridas, enfadadas, rabiosas con razón. Me atrevo a incluirme entre ellas.
Sólo nos pido una reflexión sobre las magnitudes de nuestros castigos, sobre el reparto de las penas, sobre su utilidad y su sentido y sobre los miedos que generan. Claro que queremos que el miedo cambie de bando, pero no debemos permitirnos ser injustas en su reparto.
Comentarios
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