La brutal crisis generada en 2008 por la burbuja inmobiliaria, trajo un aumento enorme de la desigualdad, un paro por encima del 25%, una transferencia gigantesca de recursos al "rescate" de los bancos, e incluso una reforma constitucional al dictado de los "hombres de negro" de Bruselas. Hoy, la burbuja inmobiliaria se repite, aunque esta vez centrada más en los alquileres, con unos precios disparatados, que atraen a los fondos buitres y que estos, a su vez, retroalimentan, en una espiral insostenible. Y, de nuevo, la situación se desborda, ante un Parlamento paralizado y ensimismado, y la gente empieza a salir a la calle, exigiendo medidas que hagan efectivo el reconocimiento constitucional del derecho a una vivienda digna.
Quienes se oponen, lo hacen reivindicando otro derecho constitucional, el de la propiedad privada, que consideran incompatible con la intervención pública en el mercado de la vivienda, de forma que no cabrían más soluciones que las de largo plazo, consistentes en promover aún más viviendas, en el país campeón de Europa de viviendas vacías, con cerca de 4 millones.
El dilema entre desarrollar el derecho constitucional a la vivienda de todos los españoles o garantizar el derecho a la propiedad privada de los tenedores de vivienda es un falso dilema. Aunque la Constitución no tuviera un reconocimiento explícito del derecho a la vivienda -muchas Constituciones no lo tienen-, la intervención pública sobre un mercado desmadrado estaría igualmente legitimada; y lo estaría por el mismo derecho a la propiedad privada que alegan quienes se oponen. En primer lugar, porque la Constitución no define a España como un Estado liberal de Derecho, sino como un Estado social de Derecho. Pero es que, ni siquiera en los Estados que se definen como liberales, la propiedad privada es un derecho absoluto e ilimitado, que protege exclusivamente el interés del titular. También en los Estados liberales, la propiedad debería proteger igualmente el interés de la sociedad en la utilización del bien. Se trata de la vieja "función social de la propiedad", que adquiere una dimensión no solo cuantitativamente, sino también cualitativamente diferente, en los Estados que se definen como sociales.
El artículo 33 de la Constitución, que reconoce el derecho a la propiedad privada, no deja lugar a dudas, al aclarar que la función social del derecho "delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes". En consecuencia, las leyes que regulan los distintos tipos de propiedad, establecen lo que el titular de un bien puede y no puede hacer con él, graduando el equilibrio del interés particular y del interés general implicados en cada caso. Existen bienes en cuya gestión el interés particular del titular es grande, y el de la sociedad, pequeño. Pensemos en la ropa. Una camisa de mi propiedad puede tener un interés para mí, pero ninguno para la sociedad, por lo que las leyes me permitirán hacer con ella lo que crea conveniente, incluido destruirla. Pero si el bien del que soy titular es un cuadro de Picasso o un edificio catalogado de Patrimonio, puede que tenga sobre él casi más obligaciones que derechos.
En el caso de la propiedad inmobiliaria, el interés de la sociedad es determinante. El proceso urbanístico necesario para que se conformen núcleos de población no constituye una cuestión de interés estrictamente particular. Por eso, en ningún país del mundo se puede edificar donde le plazca al dueño, sino donde lo permiten las autoridades, en función de normas que regulan de forma exhaustiva el dónde, el qué, el cómo y el cuánto. Igualmente, el uso de una vivienda por su titular está limitado por infinidad de reglas y decisiones establecidas no solo por los poderes públicos, sino también por las comunidades de vecinos, etc.
En resumen, no se trata de si debe prevalecer el derecho a la vivienda o a la propiedad, ni tampoco se trata de si debe haber intervención pública o mercado desregulado. Entre otras cosas, porque no existe ningún juego sin reglas, ni tampoco ningún mercado que no las tenga. Se trata de que las reglas las establezcan los poderes públicos en atención al interés general o las impongan los poderes privados en base a intereses particulares. Tampoco el contrato de alquiler es un contrato desregulado, sino uno en el que las leyes establecen cuáles son los derechos y obligaciones de las partes; y lo deben hacer compaginando los intereses particulares del propietario y del inquilino, además del interés, en su caso, de la comunidad de vecinos, y, en todo caso, el interés general de la sociedad. Y, en consecuencia, quienes defienden el derecho a la propiedad como si fuera un derecho absoluto y el mercado de la vivienda como si fuera un mercado "libre y desregulado" no sólo se ubican fuera de cualquier Constitución, sino también fuera del plano de la realidad.
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