Hace unos días, un audio de Whatsapp en el que se oye a un hombre llorar era reenviado en una punta del mundo mientras en el extremo contrario alguien metía una papeleta en una urna. En un efecto mariposa instantáneo, los dos gestos conectaban la génesis y el apocalipsis de una estructura poderosa que atraviesa el mundo y que hace tambalear un principio humano tan básico como el de relacionarnos a través de la realidad.
El famoso audio en el que una voz masculina se quebraba anunciando más de 800 muertos en el parking de Bonaire cumplió su función, más allá de las intenciones de su autor y de que realmente no hubiera ninguno. No se trataba tanto de que se hallara en efecto un cementerio sumergido, sino de desplazar la confianza de quien escucha. Audios de personas normales, que parecen tan pegadas al terreno y cuyas emociones suenan tan reales, llegan a nuestros teléfonos como una confidencia que alguien se empeña en acallar. Para cuando la policía nos entregue los datos reales, mediante un aséptico e impersonal comunicado, la duda ya estará sembrada.
La DANA de Valencia, aparte del mayor desastre natural del siglo XXI en nuestro país, es un experimento a tiempo real sobre cómo funciona el imperio de la mentira. Una mentira que, al contrario de lo que siempre habíamos aceptado, es inmune a la información veraz que proporcionan fuentes oficiales y fidedignas, esa que solo se anuncia una vez comprobada. Porque el objetivo de esta neomentira no es tanto que nos la creamos, sino que la agotadora acumulación de bulos acabe por hacernos desconfiar de todo lo que nos llega, incluido aquello que acabe revelándose como verdadero.
Las infraestructuras de esta maquinaria global las facilitan unas grandes empresas supranacionales, herméticas y que se mueven en terrenos difusos de la legalidad para mercadear con nuestros datos y nuestra atención, llamadas redes sociales. Las redes nos inundan cada día con informaciones contradictorias, aúpan a quienes más polémicas generan –porque eso significa más tráfico y más tiempo con sus apps abiertas– y se lavan las manos ante el contenido que pretende generar desinformación, crispación o incluso dolor. Tras su apariencia amable y sus simpáticos filtros, Instagram, Twitter o Tiktok son una trituradora en la que todo vale.
El engranaje es perfecto: las redes ofrecen todo tipo de especulaciones, manipulaciones y medias verdades, los medios las replican porque se hacen eco de lo que ocurre en la calle, y cada uno de nosotros se ve obligado a convertirse en un detector de mentiras para intentar mantenernos a flote en una actualidad en la que información ya no es sinónimo realidad. Hace veinte años nos reíamos de quienes se tragaban que un príncipe zulú les dejaba su herencia a través de un correo electrónico, pero hoy internet es un laberinto de espejos deformantes muy sofisticado del que cada vez hace falta más empeño para escapar.
Mientras el audio de marras era reenviado masivamente en España, como decía, millones de votos de estadounidenses devolvían a Donald Trump a la Casa Blanca. No importa que sea un delincuente condenado, que tenga en su haber causas abiertas y delitos graves, que atacara la democracia de su país con un intento de golpe de Estado o que haya mostrado un odio visceral hacia buena parte de sus compatriotas. Su alianza con el supervillano de cómic que gobierna una de las principales redes sociales, Elon Musk, hace explícito el circuito de la mentira y deja claro que precisaremos nuevas y sorprendentes herramientas para defendernos en este nuevo status quo.
Tratar las mentiras como verdades hace que la verdad acabe sonando a mentira. Probablemente Trump cree en serio que el cambio climático no existe y que no hace falta aminorar la marcha del planeta para garantizar nuestra supervivencia. Su victoria y su pretensión de dinamitar los acuerdos climáticos globales llegan en el año más caluroso jamás registrado, pero el presidente repetidor ha decidido que este y otros tantos hechos científicos incontestables son mentira. O, como mucho, ideología.
Si para buena parte de las personas que ostentan poder en el mundo, el evidente cambio climático es poco más que un argumento partidista que deben destruir, cómo sorprendernos cuando esos mismos dirigentes hacen caso omiso a una alerta roja durante horas. El círculo de la mentira se enrosca sobre sí mismo y coge velocidad para su siguiente espiral hacia el abismo: de una tragedia agrandada por no seguir los consejos de la verdad científica se extraen más mentiras para desestabilizar otros frentes.
Cuesta mantener el ánimo en un mundo que presencia un genocidio pero no puede nombrarlo en las redes, que se ahoga en un calor ascendente sin detener la explotación de recursos global que lo provoca, que convierte a un delincuente en presidente y a quien cruza un océano huyendo del hambre en delincuente. Cuesta todavía más en un momento de auge internacional de la ideología para la que, según su interés, la realidad puede no ser verdad y las mentiras más increíbles pueden transformarse en mandamientos.
¿Para qué sirve contar la verdad en un mundo en el que la verdad ya no cuenta? Me gustaría dar una respuesta optimista o inspiradora, pero en estas semanas en las que las esperanzas flaquean y la fe en el futuro parece casi imposible, me conformo con una resignación productiva: porque no nos queda otra. Mientras el imperio del fango continúe asediándonos con su tromba de bulos y engañifas, no nos queda otra que achicar agua como podamos.
Un chico que trabaja en el centro comercial Bonaire se grabó un Tiktok contando que en el parking no había casi nadie cuando lo desalojaron. Dos minutos y medio de vídeo que ha contrarrestado más mentiras por metro cuadrado que el buen hacer de docenas de periodistas. Uno de los comentarios con más likes reza: "ojalá sea verdad compañero lo que dices". Ese ojalá evidencia las dudas de una sociedad que ya no sabe qué ni a quién creer. Ese ojalá, algo tan intangible como ese ojalá, es el campo de batalla de nuestro tiempo. Un territorio del que la verdad ha sido expulsada, y nos toca volver a hacerla brillar en su centro.
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