Otras miradas

Para esto sirve el Estado

Israel Merino

Para esto sirve el Estado
Dos bomberos en Aldaia, Valencia. Europa Press

Tras casi un año de conflictos e insomnes horas de trabajo – más de mi genial abogado que mías –, hemos conseguido que la empresa que me mantuvo demasiados meses sin contrato reconozca en sede judicial mi laboralidad y me abone la indemnización máxima por despido, los salarios dejados de percibir y las vacaciones adeudas. Una hazaña imposible sin mi letrado, por supuesto, pero también sin la fuerza y legislación de un Estado garantista que algunos niñatos con complejo de superhombre quieren desmembrar cual filete ruso pasado de cocción.

Estos días, la turba histriónicamente neoliberal no ha dejado pasar la dramática crisis humanitaria de Valencia para tratar de convencer a la gente, aun no tengo claro si por estupidez o auténtica mala fe, de que gestión y Estado son sinónimos: supongo que también pedirán prohibir el agua tras ver que puede provocar centenares de muertos.

Como digo, desde la trincherita cultural de las derechas se ha disparado con fuerza contra el Estado y los servicios públicos, más todavía desde que se apropiaran de la frase aquella de "solo el pueblo salva al pueblo", tras ver la evidente mala gestión de las diferentes administraciones – no hablo solo de la autonómica – en lo sucedido en la Horta Sud.

Influencers como el Xokas, o también como la piba esta – perdonadme, no recuerdo el nombre – que aseguraba en Twitter parecerle más útil comprar ropa en Zara que pagar impuestos, se han aprovechado de la ola de caridad que ha sacudido España – no confundir con solidaridad: la caridad es puntual mientras que la solidaridad debe ser constante – para expandir ese discurso sacado de los mundillos de la piruleta que asegura que se puede sobrevivir perfectamente sin la acción del Estado: por lo que sea, les parece más efectivo mandar un par de camiones con comida recogida en Portillo de Toledo que una división de zapadores entrenada y deficitaria en su mantenimiento que sea capaz de limpiar diez calles en una hora.

Uno entiende de mayor, cuando empieza a enfrentarse a problemas reales que se escapan del algoritmo de Twitter, que el Estado es una enorme máquina de mierda, sí, pero es nuestra máquina de mierda y la única herramienta que tenemos para competir contra otra mucha mierda; cuando un jefe cabrón con aspiraciones warrenbuffistas quiere explotarte inhumanamente para luego dejarte con una mano delante y otra detrás el día que le salga de la punta del capullo, la seguridad jurídica que aporta el Estado – porque seguridad jurídica va mucho más allá de poder echar a alguien de una propiedad cuando se te antoje – es la única que te garantiza que al menos puedas sacarle lo que por derecho te pertenece gracias a años y años de lucha obrera que han permeado en un montón de leyes: es nuestra conquista, nuestro regalo, nuestro arma.

El Estado es un enorme desagüe formado por todos, también por ti, joven imberbe que me vas a llamar "maricón dependiente" en redes, con el que debemos asegurarnos de canalizar todo lo que sabemos hacer como sociedad; es un ente supremo, el mejor que nos hemos podido inventar – por eso tu corporación esclavista favorita no tiene poder ejecutivo ni espero que la tenga nunca –; el Estado es un ente genial, y lo digo sin sonrojarme aunque asumiendo sus limitaciones y conociendo las enormes reformas que le debemos hacer– entre ellas, las correspondientes, por ejemplo, a la judicatura, con la que he abierto precisamente esta columna –. El Estado, de hecho, es el que te permite leer esto que escribo sin que se te caiga la casa encima – normativas de construcción – mientras te comes un delicioso pincho de tortilla sin miedo a que te enganche una salmonelosis en la tripa – leyes de seguridad alimentaria– e incluso es el medio con el que nos hemos asegurado de que puedas comprender perfectamente esta seiscientas y pico palabras que llevo escritas – educación pública y obligatoria para todo Dios–.

Ahí fuera no podrías sobrevivir ni diez minutos sin Estado, amigo. De hecho, nadie en su sano juicio querría hacerlo.

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