Fue algo gracioso verme anoche, con treinta y nueve de fiebre y una sobrerreacción hipocondriaca digna de un pringado, ponerme a rezar pensando que me moría y resignarme a que el Altísimo, oh, Señor Mío, hiciera con mi inmortal y pura alma lo que a su Sagrado Designio le pareciera; eso fue lo único que se me ocurrió, rezar, como si un empuje poderoso y desconocido, no sé si voluntad de algún dios o solo de mi sistema inmunitario cocinándome los órganos internos con muy poco tacto, me obligara a abrazar algo que nunca había acariciado con mis manos. ¿Me siento mal? No. ¿Me pareció lógico? Tampoco. ¿Fue una reacción lícita? Totalmente, más allá de la broma y de lo exageradísimo que soy cuando me pongo malo – poco más y escribo una hojita de últimas voluntades, poca coña con esto –.
Pienso mucho, cuando los delirios febriles no me ponen napoleónico, en la cuestión de la fe y Dios; pienso en concreto en el Dios en el que siempre creyó mi familia: el católico. Pienso mucho en su peso en la historia, en su doble filo ético e incluso en su legado estético; en cómo fue la herramienta de sumisión en nombre de la que ejercer las mayores atrocidades que a un ser humano cínico pueden ocurrírsele, pero también en su faceta como rostro de la bondad por los que se han defendido – y se siguen defendiendo – principios morales irrefutables que dejarían la Declaración Universal de los Derechos Humanos a la altura de un simple pasquín reaccionario. No sé, quizá es cosa de que la fiebre me está empezando a subir de nuevo, pero veo un lado bello en la fe en Cristo que creo que nos sería muy útil para defender desde la trinchera progresista muchas, muchas cosas – y no me respondan a esta columna con el simplismo ese de que la religión es el opio del pueblo, que aquí estamos intentando hablar como niños mayores –.
El caso es que mientras veo esta faceta humana y bella en el cristianismo, siento que una nueva generación de autodenominados católicos, subidos a lomos del caballo reaccionario, han decidido convertirse a esta religión con un único propósito: buscar una excusa espiritual a su miserable odio y desprecio por todo lo que no les excita.
Al igual que los evangélicos yankis decidieron abrazar la Segunda Enmienda, la de las armas, como un mandamiento divino con el que construir una religión nacional basada en la imagen de un Dios rencoroso, tremendamente viril y alejadísimo de la armonía de Jesús que nos dejaron los Evangelios – lean sobre este tema el monumental ensayo Jesus and John Wayne, de Kristin Kobes Du Mez –, una parte del nuevo catolicismo, crecido al calor de la radicalización barata de cuatro tiktokers analfabetos con muy poco conocimiento de lo que debería ser – digo debería, sí – la Madre Iglesia, quiere llevar al catolicismo por los mismo derroteros.
Chavales jóvenes, obvio que heterosexuales, importan a España esa imagen rencorosa, más cercana a las motivaciones supremacistas que a una auténtica llamada de la fe, que construyó el evangelicalismo estadounidense en los últimos cincuenta años; idolatran la estética barata y más que decimonónica de los caballeros cruzados, pero probablemente no se saben de carrerilla los Diez Mandamientos ni, esto es más que obvio, ponen el grito en el cielo al ver que una potencia nuclear en Oriente Medio masacra niños todos los días; hacen apología de la familia tradicional, las viejas formas y esas imágenes en tecnicolor de los años sesenta, pero desconocen – o prefieren hacerse los tontos al respecto – que Jesús no se atrevió a tirar jamás una piedra a nadie, pues él no juzgaba, sino que ponía la otra mejilla. También, cómo no, idolatran el libre mercado turbocapitalista, la defensa del dinero por encima de todo y el resto de memeces que sus padrinitos cryptobros les cuentan en textos no muy difíciles de comprender, sin embargo, desconocen que en el catolicismo existe la usura y que hay pocas cosas más indignas que aprovecharse de un ser humano para ganar más dinero.
Como digo, estas ideas miserables están permeando con fuerza en el terreno derechista, habiéndose levantado un nuevo ejército de pseudocatoliquitos más preocupados en montar el quilombo tras lo pasado en la fiesta de inauguración de los Juegos Olímpicos de París que en el hecho de que un partido español que se considera cristiano abogue por dejar morir a seres humanos en el estrecho de Gibraltar.
Ahora que se habla tanto de no ceder Twitter ni demás foros digitales a la ultraderecha, quizá también podamos comentar si es buena idea regalar una religión – ¡y su moral! – de casi 1500 millones de adeptos a la caterva de misóginos, misántropos, cínicos, xenófobos, fascistas y ridículos que se abalanza sobre nosotros. Aunque quizá todo esto solo sea cosa de la fiebre, vaya.
Comentarios
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