Las chicas aprendíamos en nuestras primeras salidas nocturnas a protegernos de esos tipos que, cubata en mano, se situaban en lugares estratégicos para ejercitar su sentido del tacto en una gama de toqueteos que abarcaba desde el roce hasta el pellizco. No siempre eran desconocidos; podíamos tener un agresor en la oficina y hasta podían colarse en nuestro grupo de amigos. En ese caso nos alertábamos entre nosotras y, a partir de ahí, estábamos vigilantes para evitar esas agresiones que en aquella época ni siquiera tenían nombre. Ni locas se nos habría ocurrido denunciarlos porque en aquellos tiempos sobones, pulpos y babosos gozaban de total impunidad.
Hace unos diez años la asesora de un partido político denunció al alcalde por tocamientos durante una cena en la campaña electoral. Como trabajaba en el pueblo en el que ocurrieron los hechos, me tocó presenciar corrillos de conocidos comunes donde se cruzaban comentarios sobre las minifaldas de ella en el instituto y lo fiestera que fue de joven mientras que a él (¡pobre!) se le veía tan pulcro y educado. Y oye, que estaban de fiesta, y ya se sabe lo que pasa en las fiestas. Y tanto que se sabía. En una comunidad pequeña, era vox populi que los tocamientos existieron aunque los testigos directos firmaran un documento en el que aseguraban lo contrario. El alcalde quedó absuelto.
La parte buena es que al menos alguien se atrevía a acusar a uno de esos hombres que, en un ejercicio de demostración de poder, abusan de las mujeres. No fue la única. Hubo en aquel tiempo mujeres que denunciaron a quienes les gritaron guarradas por la calle, y otras que se atrevieron a llevar a la justicia a los colegas que las incomodaban con comentarios soeces. Actos de la vida cotidiana que llevábamos con resignación empezaban por fin a nombrarse como lo que son: agresiones sexuales.
Me pregunto qué habrá pensado ese alcalde al leer la condena a Saül Gordillo, exdirector de Catalunya Ràdio hoy condenado a un año de prisión por tocamientos a una redactora durante una cena de empresa. Supongo que se sentirá aliviado porque esta década de distancia entre las dos acusaciones marca, además de un avance social y legal, la frontera entre los bandos en los que puede situarse la vergüenza.
No es de extrañar la perplejidad de los rubiales, los alves y los saulesgordillo. ¿Cómo que no podía tocarle los muslos?¿Cómo que no quería, si bailaba moviendo el culo así?¿Qué es eso de no poderme tirar a la pava del reservado? En una escena en «Querer» —una serie que debería emitirse en la televisión pública en vez de en una plataforma de pago—, la hermana del protagonista, para consolarle cuando su esposa le acusa de violación, le dice que la denuncia es un disparate porque no podemos meter en la cárcel a todos los hombres de sesenta años. Y es que las agresiones estaban normalizadas también en nuestras casas.
Ellos aún encuentran cooperadores necesarios que les ayudan a pagar sus fianzas, que aseguran que son buenísima gente, que les mantienen en sus cargos, que tachan de "desliz" o "equivocación" las agresiones, así como una parte de la opinión pública que considera que no querer ver ni oír nada que proceda de un agresor sexual constituye un linchamiento.
Lo cierto es que la pregunta está en el aire: ¿Qué hacemos con los agresores sexuales, con esos hombres tan...normales? ¿Tienen derecho a la reinserción? Claro que sí, pero una muestra previa de arrepentimiento y un compromiso de reparación del daño causado, por favor y gracias, y luego empezamos a pensarlo.
Lo que no puede ser es que Plácido Domingo siga llenando teatros después de decir que ahora nos medimos por unas reglas distintas a las de la época en que él acosaba mujeres, Kobe Bryant recibiendo homenajes tras negar y pedir perdón al mismo tiempo por haber violado a una camarera de hotel o Santiago Segura grabando torrentes tras incluir en los extras de su segunda película a actrices desnudas sin su consentimiento. Lo que no puede ser, en resumen, es que hombres que han destrozado vidas de mujeres desde una posición de superioridad, sigan con sus rutinas como si tal cosa porque todavía existe un sector de la sociedad que les apoya.
Nuestra meta no debe limitarse a que los agresores terminen entre rejas. Hay que mirar más allá y lograr que estos ataques no lleguen a producirse, que podamos estar tranquilas dentro y fuera de casa, que el roce, el pellizco, la palabra soez, sean un mal sueño borroso y lejano. Y para eso hace falta que el cambio social no se detenga y sí, hay que dar la espalda a los agresores, no permitirles ni sentarse a la mesa con personas decentes mientras no reconozcan el dolor que provocan y encuentren la manera de conseguir el perdón. Para que la vergüenza cambie de bando, debemos situarnos todos en el bando correcto.
Comentarios
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