Otras miradas

Borrell, el poeta de la élite

Nere Basabe

El Alto Representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell. -EFE / EPA / OLIVIER HOSLET
El Alto Representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell. -EFE / EPA / OLIVIER HOSLET

Temo que Josep Borrell pretenda ser el Winston Churchill del siglo XXI. Por eso no sabe aún si postularse para el Premio Nobel de la Paz (las apuestas apuntan a la baja, pero si se lo dieron a Henry Kissinger por la Guerra de Vietnam, todo puede ser) o para el Nobel de Literatura, ese premio que finalmente ganó el primer ministro británico por sus crónicas de guerra.

Usamos y abusamos de la metáfora de la guerra y su retórica viril y militarista en infinidad de contextos desubicados: lo hacen en las retransmisiones deportivas, lo hacía Pedro Sánchez en sus comparecencias a la hora de la siesta durante el confinamiento hablando de "vencer esta guerra", refiriéndose al virus como "enemigo mortal" o situando "en primera línea del campo de batalla" al personal sanitario. Y quién no conoce de alguien que ha luchado contra el cáncer como si de un pugilato se tratara.

Así que cuando llega la guerra de verdad, la de los tiros, los tanques y las bombas explotando, las violaciones, las torturas y los muertos en las cunetas, la oratoria política se queda huérfana de léxico y exige estrujarse un poco más los sesos. Cuando Rusia invadió Ucrania, el Alto Representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad vio su oportunidad de convertirse en un nuevo Pericles: su discurso, como aquel que reprodujo Heródoto en la Historia de la Guerra del Peloponeso, se mostró fúnebre desde el momento de la primera incursión rusa en territorio ucraniano.

Los franceses se refieren a la particular retórica hueca de la clase política como langue de bois, lengua de madera, característica que Joan Manuel Serrat plasmó con toda la ironía en la letra de su canción Algo personal: contra "esos cachorros de buenas familias" que "se arman hasta los dientes en el nombre de la paz", esos "sicarios no pierden ocasión / de declarar públicamente su empeño / en propiciar un diálogo de franca distensión / que les permita hallar un marco previo / que garantice unas premisas mínimas / que faciliten crear los resortes / que impulsen un punto de partida sólido y capaz / de Este a Oeste y de Sur a Norte / donde establecer las bases de un tratado de amistad / que contribuya a poner los cimientos / de una plataforma donde edificar / un hermoso futuro de amor y paz".

Pero si algo bueno se puede decir de Borrell es que él no es ese "hombre blanco con lengua de serpiente" al que cantaba Javier Krahe por meternos en la OTAN. No, Borrell solo fue su ministro de Obras Públicas y Transportes. Y sería más prudente que los ministros dejasen las metáforas, ese deslizamiento de significado hacia otro figurado, esa usurpación del lugar de las palabras, en manos de aquellos que saben usarlas. Porque los tropos del lenguaje se les pueden volver en su contra, y corren el riesgo de acabar hablando del amor entre peras y manzanas, como le ocurrió a aquella alcaldesa que casi monta una macedonia con tal de criticar el matrimonio igualitario. O en el caso más cercano que nos ocupa, cuando el secretario de la OTAN, Jens Stoltenberg, saludó la rentrée del nuevo curso con un discurso pretendidamente solemne que abrió a la voz de "Winter is coming". ¿Cómo pretendía que alguien se tomara en serio nada de lo que dijera después de abusar así del tópico y la obviedad (ocurre cada año que al otoño le sucede el invierno) o, lo que es peor, emulando a Jon Nieve? ¿Esto es un juego de tronos o una guerra de verdad, con drones y no con dragones?

Cuando me vine a Madrid a estudiar, hace ya muchos años, alquilé una habitación en un piso de uno de esos extrarradios a donde cierto economista supuestamente progre de La Sexta quiere desterrar ahora a nuestros jóvenes. Aún no se había inventado eso tan moderno del coliving, así que mi compañera de piso y casera para más inri, poco dada a la confianza, cerraba con candado su dormitorio y la nevera. Cuando supo, no obstante, que yo no solo escribía sino que, a veces, incluso me publicaban, abrió su intimidad para mostrarme su "cuaderno de poesías". En vez de dejármelo y retirarse discretamente a esperar mi opinión, se sentó junto a mí en el sofá de skay para vigilarme; no es fácil concentrarse en la lectura cuando te escrutan de esa forma, pero en honor a la verdad aquella media docena de poemas tampoco requerían de demasiada concentración: las rosas eran rojas, el cielo era azul y los pajaritos cantaban, todo ello ilustrado con corazones pintarrajeados en los márgenes. Pronto reclamó mi evaluación, y solo acerté a preguntarle, "Tú no lees mucha poesía, ¿no?", a lo que ella respondió, orgullosa: "No, nada. No me copio, es todo mío". Pensé en explicarle que el sol amarillo brillando en lo alto no era poesía sino perogrullada; que poesía es decir, por contra, "la Tierra es azul como una naranja", tal y como escribió Paul Éluard; pero no me atreví, no fuera a convertirme en la primera víctima de los desahucios antes incluso de que estallara la crisis.

Algo semejante le ocurría a una compañera del instituto con la que preparaba los exámenes de Selectividad, profundamente ofendida y asqueada de que un poeta que escribía "me duelen los cojones del alma" figurara en el contenido curricular obligatorio de la literatura española del siglo XX. "Esto no es poesía, es una ordinariez", clamaba entre aspavientos. Pero aquello sí que era poesía, y de lo mejor de la poesía política y bélica de nuestro país, precisamente. Era el Viento del Pueblo de Miguel Hernández: "Estos hombres, estas liebres, / comisarios de la alarma, / cuando escuchan a cien leguas / el estruendo de las balas, / con singular heroísmo / a la carrera se lanzan / se les alborota el ano / el pelo se les espanta. / Valientemente se esconden / gallardamente se escapan / del campo de los peligros / estas fugitivas cacas / que me duelen hace tiempo / en los cojones del alma". Los mismos a los que luego cantaría, cuarenta años de franquismo mediante, Serrat: los que pasaron la guerra de puntillas y sin despeinarse al acecho de su oportunidad y todavía anidan entre nosotros.

Pastor de cabras en Orihuela, semianalfabeto y prácticamente autodidacta, Miguel Hernández fue el poeta del pueblo por antonomasia, que lo mismo se entregó a las letras que a las armas, para acabar muriendo, entre nanas de la cebolla, hambre y tuberculosis, en una de esas siniestras cárceles de la posguerra. Pero a pesar de los tiempos oscuros que le tocó vivir, dejó grandes versos para la esperanza y para la libertad: "Porque soy como el árbol talado que retoño / aún tengo la vida". Esos mismos versos en una lápida de homenaje a los fusilados del franquismo en el cementerio de la Almudena que el alcalde Almeida mandó destrozar a martillazos. A este paso, echaremos de menos a la alcaldesa botánica que se entretenía practicando estériles injertos de peras con manzanas mientras se tomaba un relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor.

A nuestro Alto Representante de Asuntos Exteriores y Seguridad esto de cantar a la guerra y las loas a la libertad también le ha puesto el cuerpo, si no lírico, sí enardecidamente épico, ese antiguo género literario con el que parece que no ha podido ni la novela moderna antiheroica. Pero Borrell no es un poeta, ni mucho menos un poeta del pueblo, aunque a veces dé la impresión, espoleado por sus propios discursos, de que vaya a saltar del atril y la moqueta institucional para escarbar la tierra de Bucha o Izium con los dientes, a dentelladas secas y calientes, hasta besar las nobles calaveras de los que yacen en las fosas comunes para desamordazarlos y regresarlos.

Carece, sin embargo, de la esperanza del poeta y desde los despachos de Bruselas los versos suenan con ripios e impostados. Ya lo advirtió la periodista de Vanity Fair que fue a entrevistarlo cuando lo nombraron director del Instituto Universitario Europeo de Florencia, la joya de la corona académica: en la librería privada de Borrell abundaban los ensayos de política y economía en distintos idiomas, pero ni rastro de ficción o poesía.

Tal vez por culpa de esa falta de hábito lector, su discurso se ha ido enmarañando estas últimas semanas en diversos jardines: primero soltó aquello de "no podemos ser herbívoros en un mundo de carnívoros", una comparación que, más allá de contravenir las recomendaciones del ministro Garzón, me recordó al antiguo ministro de Asuntos Exteriores polaco, Witold Waszczykowski, del partido ultraderechista Ley y Justicia en tiempos de los hermanos Kaczynski, cuando soltó aquello de que quería acabar con "la Europa podrida de vegetarianos y ciclistas". No añadió que en la UE eran todos homosexuales, porque de alguna manera ya lo había dicho con esa otra figura retórica que es la metonimia: si son vegetarianos y van en bicicleta, para un ultracatólico polaco no cabe duda de que practican el pecado nefando, qué más pruebas hacen falta.

Un buen escritor destaca más por lo que tacha que por lo que escribe. A Borrell debió de resultarle insuficiente su metáfora (herbívoros = pacifistas, carnívoros = sanguinarios) así que la recargó y acabó por arruinar el verso: Europa es un "jardín", sentenció al poco, mientras que la mayoría del resto del mundo es una "jungla", "y la jungla podría invadir el jardín". He aquí la enésima metempsicosis de la dicotomía histórica entre civilización y barbarie que justificó tanta violencia colonialista e imperial, pero que viene de mucho más atrás: helenos contra bárbaros, el discurso fúnebre del estratega Pericles al recibir a los primeros caídos en combate ensalzando las virtudes de la vida ateniense (democracia, libertad, vida privada, ocio, arte y negocios) frente a los brutos espartanos que no servían más que para guerrear. Pero no te olvides, Josep, que en la Guerra del Peloponeso venció Esparta. A menudo, creerse portador de unos valores superiores no basta, y en todo caso, el principal valor europeo es, desde Descartes, su capacidad de duda y autocrítica.

Puede que Borrell viviese su epifanía europeísta y paisajista durante su estancia en el Instituto Europeo de Florencia, al contemplar desde alguno de los balcones de esa abadía marmórea y milenaria de Fiesole la belleza de sus jardines renacentistas. Cuando piensa en un jardín, seguramente tenga en mente el jardín francés de tipo versallesco, geométricamente diseñado, la naturaleza dominada al fin por la razón. Pero no debe olvidar que pronto lo sustituyó la moda del jardín romántico inglés y alemán, donde la vegetación frondosa crece libremente, ocultando entre su follaje las ruinas de imaginadas civilizaciones desvanecidas. Como los templos camboyanos de Angkor, asfixiados por las raíces gigantescas de los árboles: nada que no pueda pasarles a nuestras catedrales. Porque hasta Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso, y en los jardines diseñados a golpe de escuadra y cartabón abundan también los laberintos de setos en los que extraviarse.

Rusia no ha tardado en responder al símil recordando que el supuesto jardín de las delicias europeo se erigió gracias al saqueo de la selva del resto del mundo, y los Emiratos Árabes lo han tachado de "racista" y "discriminatorio". No les falta razón. Detrás de esta desafortunada metáfora se esconden ideas peligrosas como la concepción hobbesiana del estado de naturaleza y las relaciones internacionales como una guerra de todos contra todos en la que únicamente puede mediar la paz una autoridad monstruosa y omnipotente, la teoría filonazi de Carl Schmitt que solo concibe la política en términos de amigos y enemigos, o el darwinismo social de la lucha por la supervivencia del más fuerte, cuyo corolario económico abocaba a los desamparados a la extinción y, en el plano internacional, justificaba el dominio de unas razas sobres otras.

Una visión de la Realpolitik coherente por lo demás con muchas de sus declaraciones y artículos previos a la guerra, a la que en el fondo el vicepresidente de la Comisión da la bienvenida si sirve para darle la razón y erigir una Europa geopolítica: "Europa está en peligro y los europeos no siempre son conscientes de ello (...) En un mundo basado en la política del poder, necesitamos la capacidad de coaccionar y defendernos. Sí, esto incluye medios militares y la necesidad de favorecer su desarrollo", escribía en una tribuna de El País ya en el otoño de 2021. Y aún antes, durante la campaña electoral de 2009 en Oviedo, vaticinó: "Como siempre habéis vivido en paz, pensáis que la paz es el estado natural de las cosas. No. El estado natural de las cosas es la guerra (...). Importamos el 70% de la energía que consumimos, y la importamos de Rusia o de los países árabes, que no son gente demasiado de fiar. Somos pocos, viejos y dependientes, y así no se construye un futuro".

Los años no pasan en balde, ni para Borrell ni para mí: hubo un tiempo, cuando yo era más ingenua e impresionable, en que contó con mis simpatías en las primarias del PSOE posfelipista, y en el que el ingeniero aeronáutico, doctor en economía y catedrático de universidad hacía gala de blandir una lengua más afilada como orador en el Congreso, como cuando le espetó a la por entonces portavoza adjunta del PP Loyola de Palacio, en el debate sobre el Plan Hidrológico Nacional, que ella de agua no sabía más que de agua bendita. Con un máster en Standford en matemáticas aplicadas y otro en el Instituto Francés del Petróleo, ahora reconoce el error de haber dependido a tal extremo del gas y el petróleo rusos. ¿Su autocrítica? Regañar públicamente al cuerpo diplomático europeo en su discurso de apertura de este curso en el Colegio Europeo de Brujas, tildándolos de "estúpidos, vagos y arrogantes" por no haber visto venir la guerra en Ucrania que sí calculó la CIA, quejándose de que se entera antes por los periódicos que por los informes que le hacen llegar, y hasta protestando porque no le retuitean los contenidos de su blog. Una rabieta sin poesía ni paños calientes.

De toda esta guerra, lo que más miedo me da no son las ojivas nucleares y la bomba-H, Zaporiyia convertido en un nuevo Chernóbil, mi hipoteca a renta variable disparada, la hambruna global o el Gran Apagón. Es el hecho de que los destinos de la paz mundial estén en manos de una panda de septuagenarios bravucones, más atolondrados que el ubicuo Peter Sellers en ¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú: cuando Putin habla del "fin de la civilización", Biden le responde con el "Armagedón" y Borrell con la "aniquilación", mientras Xi Jinping (al que le faltan unos meses para cumplir los 70), amenaza con el "uso de la fuerza armada" para recuperar Taiwán. No han superado la Guerra Fría. Son pocos, viejos y dependientes, como reconocía el propio Borrell, y con esos mimbres no se puede labrar un futuro. Xi Jinping se forjó en los campos de trabajo de la Revolución Cultural viviendo durante dos años en una cueva sin luz ni agua corriente; Biden, elegido senador en la época de Nixon, arrastra una trágica historia familiar que a cualquiera le deja tocado; Putin proviene de las catacumbas de la KGB y Borrell arrancó como concejal en Majadahonda durante la Transición. Ya va siendo hora de que se tomen un merecido descanso al sol de Benidorm. Lo dice el Estatuto de los Trabajadores, y así los demás podremos al fin dormir tranquilos y soñar con ese hermoso futuro de amor y paz.

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