Si no fuera porque el calentamiento global nos lleva hacia un verano perenne, se diría que al siglo XXI le viene al pelo el lema de la casa Stark en la exitosa serie literario-televisiva Canción de hielo y fuego: se acerca el invierno. Un invierno climatológico inmediato, que será más o menos intenso y pondrá a prueba a Europa, y un invierno metafórico y menos inmediato, asociado a las crecientes grietas de nuestra civilización.
A finales de agosto, el tendencialmente optimista Macron pidió "esfuerzos" y "sacrificios" a una población que está para pocas fiestas desde la Gran Recesión. También habló de "fin de la abundancia", "gran convulsión", "punto de inflexión" y "cambio radical". El sindicato francés CGT ya ha dicho que de sacrificios nada. Esto sucede en un momento en el que, además del encarecimiento global de la energía, al país más nuclearizado del mundo (el 70% de su electricidad proviene de sus 19 centrales nucleares) tiene parada buena parte de sus reactores por distintos motivos, entre ellos un serio problema de corrosión que no tienen muy claro a qué se debe. Además, las insólitas declaraciones de Macron tuvieron lugar al final de un verano de calor sin precedentes y en medio de la sequía más intensa de la que hay registros en Francia, provocada por el cambio climático y que afectó simultáneamente a media Europa, África, China y oeste de EEUU, entre otros lugares.
El primer ministro belga De Croo (un señor serio y muy poco dado al cante) no le fue a la zaga y pronosticó que vienen por delante "entre 5 y 10 inviernos difíciles". Eso fue antes de que alguien (que con toda probabilidad hablaba ruso y quería mandar un mensaje potente y nada diplomático) sabotease los gasoductos Nordstream 1 y 2, haciendo francamente difícil –según los expertos- reestablecer en el futuro el suministro de gas ruso a Europa por tubería, más barato y estable que por barco.
Dejando a un lado la delirante situación económica y política inglesa, Alemania, locomotora de la UE y que entre los grandes países europeos es con gran diferencia el menos endeudado, se prepara para hacer frente con su mayor capacidad financiera (otros países no la tienen) a parones en la actividad de sus empresas, que compiten en el mundo con otras cuyos costes energéticos son más bajos. Es una situación que afecta a toda actividad económica que dependa de la factura energética, desde la hostelería hasta la gran industria pasando por las panaderías, con las patronales europeas alertando de que no van a poder producir con estos precios eléctricos. Y ya se están cerrando líneas de producción y empresas enteras en toda Europa.
Y el problema es que Europa importa la mayor parte de su energía, y esa situación no puede cambiarse a corto plazo, pero también es difícil cambiarla a medio y largo por muchas renovables que se instalen, porque las renovables (como las nucleares) producen electricidad, y la mayor parte de la energía que consumimos no es electricidad, sino hidrocarburos (petróleo, gas y carbón) para el transporte, la industria, etc, muy difíciles de sustituir por electricidad renovable. Precisamente en eso se centra la transición energética, en electrificar todo lo posible nuestro consumo energético y sustituir los hidrocarburos generadores de calentamiento global por renovables, pero este proceso es a largo plazo, presenta grandes incertidumbres (cómo almacenar la energía renovable, de dónde sacar los minerales necesarios, cómo extraerlos sin agravar la crisis medioambiental...) y mientras se lleva a cabo Europa depende del gas y el petróleo del exterior.
Josep Borrell, una de las mejores cabezas que ha producido nuestra política y con cierta tendencia reforzada por la edad a no andarse con paños calientes, dice que Europa es un jardín, que ahí fuera está la jungla y que hay que procurar que la jungla no invada el jardín, metáfora que cada uno ha entendido a su modo y que le ha valido que le llamen de todo menos bonito, algo que sin duda le da exactamente igual cuando lo que quiere es llamar la atención sobre los riesgos que corre el proyecto europeo y poner en marcha una Brújula Estratégica común.
Y es que, bombas atómicas aparte, el riesgo es muy claro: cuando un 20% de la electricidad europea procede del gas y el ruso representaba antes de la guerra el 40% del total, la UE debe reemplazar con enormes dificultades una pieza muy importante de su suministro energético mientras la factura de la luz, que ha bajado algo últimamente, promete dispararse en cuanto empiecen a encenderse las calefacciones. Con una guerra atroz que dura medio año y cuyo final no se vislumbra, la estanflación erosiona la capacidad de resistencia de los electorados europeos, un problema que afecta menos a Putin, cuyo poder interno reside más en el miedo que en la aprobación popular. Tampoco tiene ninguna necesidad de ponerse de acuerdo con 26 Estados asociados.
Lo que está pasando en Europa tiene que ver con problemas a nivel global a medio y largo plazo. Desde enero de 2022 ha habido protestas de todo tipo en 90 países del mundo por el alto precio de los combustibles. La elevación de precios, que en la crisis energética de los 70 se produjo gradualmente en un período de casi una década, ha tenido lugar ahora muchísimo más rápido. Esto refleja –a diferencia de los años 70- el agotamiento progresivo de la capacidad global de producción de combustibles fósiles, que cubren el 80% del consumo de energía mundial. Hay un problema, en particular, con el diésel, sin el cual se queda parado el transporte pesado (camiones, barcos) del mundo.
Y lo urgente (mantener el suministro energético) está haciendo olvidar lo que tiene una importancia verdaderamente existencial: la emergencia climática, de la que han sido muestras las olas de calor y sequías sin precedentes en medio mundo este verano, sigue agravándose sin que se ponga freno a las emisiones globales, que han seguido aumentando en los años posteriores al acuerdo de París de 2015 exactamente al mismo ritmo que antes de ese acuerdo. Quemar más carbón para mantener el suministro agravará el problema mientras el nivel de gases de efecto invernadero en la atmósfera, en lugar de descender, sigue batiendo récords, con consecuencias funestas si no se afronta inmediatamente, como ponen de manifiesto los constantes mensajes que lanza el Secretario General de la ONU o las numerosas alertas de la comunidad científica internacional.
En realidad, todo apunta a que los pronósticos del informe Los límites del crecimiento (publicado en 1972) se están cumpliendo ante nuestros ojos: colapso ecológico progresivo en paralelo con un consumo de recursos muy por encima del que permitirían los límites planetarios, excedidos hace tiempo, porque el capitalismo quiere mantener su imperativo de crecimiento exponencial. Nadie en su sano juicio puede sostener que la economía mundial puede seguir creciendo a una media del 3%, que implica duplicar la riqueza total cada 23 años, pero también casi duplicar el consumo de energía y recursos finitos, porque la teoría del desacoplamiento entre crecimiento y consumo de recursos tiene mucho más de deseo que de realidad, reflejando más bien lo que dijo en su momento Marx: "las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época". Y la clase dominante quiere mantener el negocio como de costumbre para seguir forrándose aunque el barco haga aguas.
¿Hay alternativas? Claro que sí, pero ni se plantean mientras no se tome conciencia de que el problema va mucho más allá de la guerra de Ucrania y de que la solución no puede limitarse a repetir como un mantra "desarrollo sostenible" o "transición energática" mientras se le hacen retoques cosméticos al sistema. El capitalismo en su forma salvajemente predominante impide hacer lo que hay que hacer: frenar la acumulación agresiva y desigual de riqueza, ocuparse de proveer los bienes que permiten la dignidad humana (alimento, vestimenta, vivienda, seguridad) y generalizar un modo de vida en el que, consumiendo menos y sin devorar y destruir nuestro planeta, mejoremos como personas y revitalicemos la democracia asediada por los Putin, Bolsonaro o Trump pero también carcomida por los Feijóo y Ayuso del mundo.
El primer paso para reaccionar sería algo así como elegir entre la pastilla roja y la pastilla azul de Matrix. La fe en que puede seguirse como hasta ahora es un enorme engaño, así que o seguimos autoengañándonos o elegimos la pastilla roja y actuamos (individual y colectivamente) en consecuencia.
Comentarios
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