Otras miradas

Las dos Españas me están helando el corazón

Nere Basabe

Duelos a garrotazos de Goya
El cuadro 'Duelo a garrotazos' de Francisco de Goya.

Porque la filosofía no tiene por qué resultar solemne, Descartes arrancaba su Discurso del método con un chiste: "El sentido común es la cosa mejor repartida del mundo, pues nadie quiere para sí más del que ya tiene". Siempre me ha sorprendido ese rasgo de nuestras sociedades permanentemente insatisfechas, en las que nada es suficiente y todo el mundo parece deslomarse por ser más rico, más joven, guapo y esbelto, pero nadie parece aspirar a ser más listo, y siempre creen tener la razón de su parte.

Los tiempos nos han demostrado que ese "buen sentido", en su original francés, se aleja cada día más de lo colectivo para atrincherarse en posiciones partidistas más y más estrechas, enfrentando a los más variopintos sentidos no comunes. Se habla una y otra vez de fomentar pedagógicamente el pensamiento crítico para convertirnos luego en ciudadanos acríticos que abrazan con entusiasmo modas, facciones y consignas. Por mi parte, durante mucho tiempo tuve cierto complejo con respecto a mi carácter dubitativo que, frente a la vehemencia de la gente carismática capaz de convencer al auditorio (aunque luego mudasen de opinión igual de convencidos), me hacía parecerme más al camaleónico personaje de Woody Allen en Zelig.

Entiéndanme; no se trata de equidistancia ni relativismo. Tengo un buen puñado de convicciones íntimas y media docena de burros de los que no me apeo por mucho que renqueen. He dedicado media vida al estudio y la enseñanza de la historia del pensamiento político, desde los antiguos griegos hasta las corrientes más actuales, y aunque sin duda tengo mis preferencias, en casi todos he encontrado ideas interesantes y sólidamente argumentadas, fuese para defender un poder absoluto o un anarquismo colectivista. Hace unos cuantos años, un estudiante que hasta entonces no había abierto la boca en todo el curso, levantó tímidamente la mano para plantear una de esas inocentes preguntas capaces de meterte en un brete y alegrarte el día: "Pero, de todos estos autores, ¿cuál tenía razón?". Mi respuesta compartió su incertidumbre: pues todos (unos más que otros, claro), y por entero, ninguno. Son solo contribuciones parciales con las que hemos construido históricamente nuestra vida política. Aunque hayan provocado no pocas guerras.

Como gimnasia mental para que la razón no pierda músculo, disfruto discutiendo conmigo misma sobre mis propias contradicciones o los debates más candentes que la actualidad nos presenta cada día, y para los que en la mayoría de los casos no tengo una respuesta previa planteada ni me resigno a la solución fácil de alinearme con la postura del partido que despierte mis simpatías. Escucho, en cambio, los argumentos de unos y otras: la educación inclusiva por la que apuestan los organismos internacionales y contra la que se levantan no pocos padres y madres de menores con discapacidad, ¿es la solución más justa y efectiva para niños y niñas con necesidades especiales? ¿Qué debería primar, el derecho al anonimato de donantes de esperma u óvulos, o el derecho de esos menores nacidos por inseminación artificial a conocer sus orígenes biológicos?

Entiendo las fracturas del feminismo (el 51% de la población no puede ni tiene por qué pensar igual), aunque me apenen, y me niego caer en los insultos ofensivos, porque detrás late un debate teórico de calado: ¿qué significa ser mujer? El concepto de género, ¿señala a una estructura de desigualdad social e históricamente construida, o define también identidades subjetivas? La teoría a menudo casa mal con las políticas públicas, y cuando no logro salir de mi propio atolladero dialéctico, tiro de un par de comodines: la mejor decisión será siempre la que amplíe derechos, y aquella que defiendan las personas directamente afectadas. El segundo comodín es preguntar a mi madre, que no le da tantas vueltas a las cosas y cuya intuición suele mostrar una puntería certera.

Tampoco he tenido ocasión de estudiarme con detalle la ley del solo sí es sí ni su reforma ahora aprobada con el apoyo del PP. Desconfío del relato que me ofrecen los distintos medios de comunicación, no creo que la versión inicial fuera un texto sin fallas ni que todos los jueces sean fachas, y considero que el resultado final, aprobado al margen del Ministerio de Igualdad, constituye un fracaso rotundo para todas. ¿De verdad fue imposible discutir, negociar y consensuar una postura común en el seno del Consejo de Ministros?

Frente a la razón pura kantiana o el sentido común de Thomas Payne, Jürgen Habermas defendió una razón comunicativa, labrada en el seno de los procesos de diálogo a través de la defensa argumental de los distintos enunciados. No se trataría tanto de regresar al mito del consenso de la Transición sin ventana para la crítica o la disidencia, sino una vuelta a la duda cartesiana. Y menos aún, como asistimos estos días, el lamentable despliegue de las discrepancias convertidas en espectáculo bajo una lógica de amigos y enemigos.

Por un lado, y a la vista de las distintas encuestas demoscópicas (con la excepción de la cocina de Tezanos, a la que más pronto que tarde le concederán una estrella Michelin) que insistentemente sitúan al Partido Popular a la cabeza en la carrera electoral (tampoco me explico los méritos para esa ventaja en intención de voto), no hace falta gozar de demasiada fantasía para imaginar un futuro próximo y distópico con un gobierno en provecho de unos pocos y en detrimento de los derechos de todas las demás; necesariamente apoyado en Vox, a quienes, quién sabe, tal vez les regalen algunos ministerios sin importancia: educación, cultura, medio ambiente, esas cosas. Por las risas. Un gobierno negacionista de la igualdad, de la diversidad o el cambio climático, sin más política que cubrir un país en vías de desertificación con cemento y campos de golf. Unos derechos sociales que, en el mejor de los casos, quedarían restringidos a los españoles muy españoles, que acrediten ser cristianos viejos, con fe de bautismo y certificado parroquial de buena conducta. La España de los señoritos que bostezan, en el poema de Machado.

Del otro, una izquierda inmersa en luchas cainitas que, una y otra vez, se equivoca de enemigo. A la que se le llena la boca pidiendo unidad para, a continuación, acometer una voladura de puentes. Un despropósito surrealista de alianzas y rupturas sin fin en los distintos territorios y municipios hasta lograr que el ciudadano no logre discernir cuál es su papeleta. Hordas de militantes en las redes sociales mostrando una inquina feroz y descorazonadora hacia sus semejantes, que solo logrará apuntalar el gobierno inmarcesible en Madrid de Almeida y Ayuso. A estas alturas, ya no importa si fueron traiciones o purgas. Solo espero que ojalá acabe imponiéndose esa razón comunicativa, para que esta no sea la España de Machado, que muere o se suicida.

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