Cuenta Marco d'Eramo en El selfie del mundo que, a mediados del siglo XIX, se puso de moda, como atracción turística, visitar las cloacas de París. Se organizaban viajes en barco, cacerías de ratones, reuniones y hasta bodas, y tan numerosas eran las visitas que se invitaba a tener cuidado con los carteristas. Hoy hay un turismo, una forma de ser turistas, que nos vuelve ratas a nosotros, y nos hace convertir en cloacas los sitios que visitamos.
Hace Aníbal Martín, en la red anteriormente conocida como Twitter, un par de recomendaciones para quien suba a sus redes sociales fotos de lugares bonitos que visitar; de pozas de río, bosques numinosos, curiosidades naturales, calas poco frecuentadas, etcétera: esa clase de descubrimientos con los que luego algún medio digital publica un artículo sobre "Diez lugares desconocidos de X que no te puedes perder", y hace que se acaben masificando. Propone Martín no ubicar con demasiada precisión el lugar: indicar, si acaso, la comarca, de forma genérica. Obligar a quien acuda a patearse la zona, a preguntar, a que lo importante no sea la meta, sino el camino. Y jamás incluir un mapa.
Es un buen término medio, el que propone Aníbal, entre no ser enemigos del turismo y no ser sus multiplicadores. Porque no hay que ser enemigos del turismo, conquista —no deja de serlo— de una clase trabajadora cuya lucha iba también de apropiarse de los Grand Tours de la antigua aristocracia. Suele haber un fondo clasista en las diatribas que esgrimen la supuesta diferencia entre turistas y viajeros, distinción no descabellada, pero que con demasiada frecuencia carga las más de sus tintas contra aspectos estéticos y marcadores de clase, como las bermudas, las camisetas sin mangas y las chanclas cangrejeras contra las cuales escribe recurrentemente Arturo Pérez —Reverte, como si no hubiera adinerados soplagaitas desplazando su idiocia por el mundo en terno y panamá, o no pudiera ser uno un enamorado y un buen conocedor de la Grecia clásica, aunque visite el Partenón en bañador—. Dice Íñigo Lomana: "Totalmente a favor de que se prohíban el turismo y los viajes, pero para todos. No hagamos sentir a un soldador de Leeds que su viaje a Mallorca es un crimen contra la humanidad mientras dejamos que un gilipollas viaje en jet privado a las Maldivas".
A veces también emerge un apocalipticismo palaciovaldesco, no menos maloliente, contra la disolución de las buenas costumbres y la comunidad orgánica y hermética que el turismo trae, como esas catilinarias antiturísticas que la emprenden con el sushi, viendo en él, en la apertura de restaurantes japoneses en ciudades europeas, un borrón en el cuadro hermoso de una arcadia étnica, hermético despliegue de costumbres castizas. Si la globalización es un problema, los motivos de que lo sea no incluyen el hecho de que el soldador de Leeds pueda disfrutar del sushi en Leeds.
La crítica del turismo no debe consistir en abrir una gatera por la cual se cuelen el estamentalismo o el etnopluralismo de los nazis modernos, que ya no dicen que haya que exterminar a otras razas — aunque trabajen de facto en pos de ello—, sino que cada una debe quedarse en su sitio. De lo que debe tratarse es de aquello de lo cual debe tratarse todo: regular, organizar, encauzar, racionalizar. Lo cual incluye medidas tamañas como prohibir los cruceros (pero también los jets privados) y cuestiones tan sencillas como las que propone Aníbal Martín. Ni aquellas ni estas significan vetar el que la gente se desplace y visite otros terruños distintos del suyo: simplemente evita que el turismo sea un insano fast food, un consumo raudo, un usar y tirar. Vete a las islas griegas o a la sierra de Gata, pero hazlo con calma y con respeto, interésate de verdad por los parajes que visites, recórrelos morosamente en lugar de emprender una suerte de operación quirúrgica que les extraiga uno solo de sus kilómetros cuadrados, no hagas de ellos un mero post de Instagram a costa de destruirlos, no los contamines empotrándoles una hilera de barcos monstruosos de trescientas mil toneladas o centenares de coches. Y si la clase trabajadora no tiene tiempo y dinero para visitar los sitios sin prisa ni atragantones, lúchese por dárselo; porque lo tengan como lo tenían los metalúrgicos soviéticos a los que se facilitaba las vacaciones en Yugoslavia o Crimea.
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