Otras miradas

No hay lugares seguros para las mujeres y otras lecciones del "caso Errejón"

Silvia Cosio

No hay lugares seguros para las mujeres y otras lecciones del "caso Errejón"
Decenas de personas durante la manifestación del 8M, en Logroño. Alberto Ruiz / Europa Press.

La primera vez que vi un pene tendría unos ocho años. Iba de camino al cole con mis vecinas cuando un anciano nos salió al paso y se exhibió ante nosotras. Corrimos despavoridas y asustadas  y una vez en clase y sin saber muy bien por qué, comencé a llorar. Ninguna de nosotras supimos en ese momento explicar qué era lo nos que acababa de pasar y sobre todo por qué sentimos tanto miedo, asco y vergüenza. Unos años después, siendo adolescente, un tipo de unos treinta años con el que estaba hablando en una discoteca me agarró del brazo y me quiso sacar a rastras. Nunca supe cómo logré librarme de él, pues entré en pánico convencida de que me iba a matar, solo sabía que tenía que huir de allí como fuera. Me refugié durante días en mi habitación completamente asustada y avergonzada. Ya en la Universidad me convertí en una experta contorsionista para evitar abrazos no deseados y también aprendí a no cerrar las puertas de algunos despachos o a entrar en ellos siempre que podía acompañada -o ser la acompañante- de alguna compañera. 

En ninguno de estos casos concretos -y solo os estoy contando los que más me marcaron- puse una denuncia a la policía. Los exhibicionistas eran una especie que abundaba por parques y calles cercanas a los centros escolares cuando yo era pequeña y la solución solía encontrarse en hablar con tu hermano mayor o el hermano mayor de una amiga, para que se hiciera cargo. Muy pocas de nosotras nos atrevíamos a contar o a hablar de estas cosas con los adultos de nuestras familias, pues la vergüenza y la sensación de que, de alguna manera, acabarían echándonos la culpa, pesaban más que el miedo a volver a cruzarnos con ellos. Esto hizo que evitara durante años contar lo que me había ocurrido en aquella discoteca, pasó mucho tiempo hasta que entendí que no había sido responsabilidad mía, y sin embargo, mientras escribo sobre ello, no puedo evitar sentirme avergonzada. En cuanto a la Universidad, solo bastaba ver cómo se paseaban seguros de sí mismos algunos para entender que se toleraba que el campus fuese el coto privado de caza de algunos privilegiados, por lo que resultaba más eficaz construir redes de ayuda y advertencia mutua entre las compañeras en una España en la que las víctimas se veían obligadas a salir del país mientras se salía a la calle a defender a los acosadores. Solo una vez recurrí a la policía, fue una mañana en la que, al salir del gimnasio, un hombre comenzó a seguirme en su coche mientras se masturbaba. La respuesta del policía que me atendió al teléfono consistió en decir que me calmara y en recomendarme que me fuera a mi casa. Como no tenía ninguna gana de que el tipo que me estaba acosando supiera dónde vivía, me refugié en una cafetería hasta que mi padre vino en coche a recogerme. 

Cuando la semana pasada estalló el "caso Errejón" me volvieron a golpear estos recuerdos. Y sentí otra vez miedo, asco y rabia pero sobre todo esa eterna vergüenza que arrastramos las mujeres, esta carga mental de pensarnos siempre las culpables o las responsables de las cosas (malas) que nos hacen. Y me enfadé, pero esta vez no fue conmigo por no haber sido más hábil o más cauta o más enfántica. Me enfadé con Errejón pero también con todos aquellos que a lo largo de los años me han acosado, me han tocado sin mi consentimiento, me han presionado e insultado cuando les he dicho que no, se han frotado contra mí en un autobús o me han gritado por la calle obscenidades... Se acabó, pensé, ya va siendo hora de que sean ellos los que sientan la vergüenza, el cuestionamiento y el señalamiento, que sean ellos lo que afronten de una vez por todas las consecuencias de sus acciones y la manera en la que tratan a las mujeres. Que paguen. Y así, y a pesar del shock -no es desdeñable la carga simbólica de que el señalado sea uno de los protagonistas destacados de la crónica política de la última década-,  muchas mujeres entendimos que lo que estaba pasando, lo que se estaba denunciando, no hacía más que confirmar lo que el feminismo lleva manifestando desde hace lustros: que el machismo y los comportamientos patriarcales atraviesan a toda la sociedad con independencia de ideologías, clase social y género, y que no hay espacios seguros para las mujeres. 

Las mujeres no estamos seguras ni en casa, ni en la calle, ni en los partidos políticos, ni en los sindicatos, ni en los centros de estudio o trabajo, ni en las redes sociales pero tampoco en comisarías ni juzgados. Y señalar esto último no implica que el feminismo desaliente a las mujeres a denunciar judicialmente a sus agresores, pues en un Estado de Derecho solo mediante esta vía se puede hacer justicia y reparar a las víctimas. Pero lo que tampoco podemos hacer es estar ciegas ante el hecho de que el sistema judicial y muchos de sus protocolos revictimizan a las mujeres que se sienten cuestionadas y violentadas en unos procesos en los que participan seres humanos con sus propios sesgos y que estos, en ocasiones, pesan más que las propias leyes. Así que no debería  sorprendernos que muchas mujeres crean que se van a encontrar más seguras si recurren al anonimato o buscan el acompañamiento y la sororidad que puedan brindar las redes sociales a la hora de denunciar a sus agresores o contar sus experiencias. Por esto mismo, en lugar de juzgar a las mujeres que desconfían o temen la vía judicial, deberíamos esforzarnos en hacer de las comisarías y los juzgados espacios más seguros y humanos para las mujeres sin poner por ello en peligro la presunción de inocencia de los acusados y el respeto por el debido proceso. Pero al mismo tiempo sería ingenuo, cuando no temerario, pensar que las redes sociales pueden suplir o sustituir la vía judicial, pues más allá de las peligrosas implicaciones -éticas, legales- que tiene el montar causas públicas que ignoren el Estado de Derecho, los testimonios que muchas mujeres vertemos en redes sociales pueden acabar siendo tergiversados o instrumentalizados tanto política como económicamente, servir a intereses espurios o a vendettas personales que nada tienen que ver con nuestro bienestar o seguridad.  En redes además las víctimas quedan expuestas al albur de los ataques de otros usuarios y ninguna cuenta virtual, por bienintencionada que esta sea, puede proporcionar tampoco el asesoramiento psicológico y jurídico, el acompañamiento, la asistencia judicial o los seguimientos necesarios para la protección integral de las víctimas. Solo las administraciones y las instituciones públicas pueden -y deben- hacerlo. 

En un principio el "caso Errejón" amagó con convertirse al fin en una causa general. Una oportunidad para encarar de forma madura el debate de cómo seguimos protegiendo los comportamientos patriarcales y abusivos, especialmente en la esfera privada, en la que todavía funciona la ley del silencio que resguarda a los machistas y a los abusadores. Este era el momento perfecto para  denunciar que los partidos políticos, también los de izquierdas y los que dicen poner el feminismo en el centro, no pueden ser espacios seguros para las mujeres porque replican las formas del patriarcado al ser organizaciones altamente jerarquizadas en las que se fomentan los hiperliderazgos de masculinidades hegemónicas, los egos, el arribismo, la lealtad a las siglas por encima de la de a las personas y el cálculo electoralista como bien supremo. Sin embargo se han vuelto a poner los intereses partidistas por delante del bienestar de las mujeres para convertir todo lo sucedido con Errejón en munición en la guerra civil suicida que libran  las izquierdas españolas, silenciando y anulando el resto de debates. 

Mientras las feministas cuestionamos las relaciones de poder y debatimos sobre libertad sexual y violencias patriarcales, sobre los peligros de infantilizar a las mujeres y de ignorar los avances y el empoderamiento que hemos ido adquiriendo gracias a la lucha feminista; mientras dialogamos sobre la necesidad de que los abusadores -con independencia de si sus abusos se contemplan o no en el Código Penal- tengan que asumir responsabilidades públicas y sociales por sus actos sin caer en el punitivismo reaccionario, la clase política y la prensa hegemónica han vuelto a poner el foco una vez más en las víctimas:  en el por qué han tardado tanto en denunciar o en la forma en la que han decidido hacerlo. De esta manera el "caso Errejón" puede ser presentado una vez más, para su alivio y tranquilidad, como un caso aislado, como algo excepcional y no como el síntoma de una grave enfermedad:  la de las distintas caras y formas de violencia que adoptan el machismo y el patriarcado que nos atraviesa y condiciona como sociedad  e individuos. El mero hecho de que el propio Iñigo Errejón haya tenido el cinismo y la cara dura de presentarse él mismo como una víctima de ambos no hace más que darnos la razón. 

 

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