Otras miradas

Hacer el bien porque sí

Oti Corona

Hacer el bien porque sí
Dos mujeres se abrazan, en Benetússer, Valencia. La DANA ha dejado, por el momento, 210 víctimas mortales. Alejandro Martínez Vélez / Europa Press.

Cuando mi mejor amiga y yo conocimos a aquel profesor de pelo cano, aire distraído y gafas de montura gruesa en el vestíbulo de la escuela de música, supimos que sería presa fácil. Los miércoles tocaba solfear la lección y nosotras, dos crías de siete u ocho años, escogimos cantársela a él. Se llamaba Ángel, ya es casualidad. "Hoy nos toca la lección 9", le dijimos el primer día, al tiempo que colocábamos nuestro libro de solfeo en el atril. En realidad íbamos por la lección veintitantas pero eso don Ángel no lo sabía. También ignoraba que el tema 9 era una melodía pegadiza y facilona que cantábamos a menudo. Cuando terminamos de solfear, qué digo de solfear, de bordar la pieza, el profesor se mostró encantado: "¡Bravo!", nos dijo, "¡Sí que habéis estudiado!¡Seguid así!". El miércoles siguiente procedimos de la misma manera: convencidas de que no se acordaría de nosotras,  entonamos el tema 9, de nuevo con gran soltura y precisión. Don Ángel nos aplaudió otra vez ese miércoles, y el siguiente y al otro, y así desde septiembre hasta junio. Jamás sospechó nada y nos felicitó todas las veces. Aquel maestro quedó en mi memoria como un anciano al que tomamos el pelo con el cándido deseo de recibir la mirada amable de un adulto siquiera unos segundos cada semana.

Don Ángel era muy bueno. Lo descubrí meses atrás durante una reunión familiar, cuando su nombre apareció en la conversación y comenté cómo mi amiga y yo le engañábamos. Entonces alguien que le conoció bien me explicó que era el músico más sagaz, agudo e inteligente que pisó la escuela municipal. "Te garantizo que no le tomasteis el pelo", me aseguró. Vaya. De modo que aquel señor mayor siempre supo que éramos las mismas dos mocosas y que solfeábamos el mismo tema, semana tras semana...y aún así nos respondió con aplausos y agasajos. Durante todo un curso.

Mientras todavía hay quien predica que hacer el bien tiene su premio en forma de recompensa divina —aunque en ocasiones se reciba tan en diferido que hay que esperar a morirse—, otros escogen, de manera activa y consciente, obrar con bondad sin recibir nada a cambio. No por postureo, no para lavar la conciencia, no para conseguir un premio. Actúan bien porque sí. Porque es lo que toca. Lejos de lo que pueda parecer cuando nos sentamos a mirar las noticias, la bondad está tan normalizada que ni le prestamos atención: la humanidad ha llegado hasta aquí porque la generosidad, la compasión, la empatía y el altruismo se han impuesto sobre la maldad durante milenios. Existen infinitos ejemplos de ese bien interiorizado, mecánico, del que ni nos percatamos, ya que forma parte de nuestro día a día como dormir o respirar: la solidaridad a la puerta del colegio, el cuidado mutuo entre vecinas, las asociaciones que canalizan ayudas a personas en situación de desigualdad, enfermedad o necesidad.

Y luego está el bien que nos envuelve como una ola o un abrazo cuando estalla la tragedia. Ha sucedido en los días posteriores a la DANA. Como la vecina que puso sus redes sociales a disposición de quienes no localizaban a sus familiares y que después se pateó las calles enfangadas e informó una a una a todas las personas sobre el estado de sus seres queridos hasta caer exhausta. O como el muchacho que habilitó un espacio para mascotas perdidas o el hombre que izó hasta su ventana a una chica que se agarraba a unas frágiles sábanas o las sanitarias que llevaron a hombros a más de cien ancianos para ponerlos a salvo en el piso superior o el laboratorio que se ha ofrecido para recuperar las fotografías dañadas por el agua o la costurera recién jubilada que cede su material a una colega de Paiporta que ha perdido su taller o el maestro que se lio a mamporrazos contra las cristaleras para salvar a sus alumnos. Los centenares, los miles de ciudadanos que estaban tranquilamente en sus casas y al ver el sufrimiento de sus congéneres decidieron emprender el camino hacia los pueblos destruidos para rescatar, limpiar, alimentar, vestir, consolar y abrigar a las víctimas no buscaban notoriedad, ovaciones ni recompensas. Actuaron por ese impulso tan humano que nos lleva a hacer lo correcto.

Durante un ratito, solo lo que tarde en escribir este artículo, no quiero exigir responsabilidades, no quiero ocuparme de quien maquina para obtener, a costa del dolor ajeno, un beneficio en forma de dinero, prestigio, votos o fama. Ahora mismo necesito una tregua para deleitarme en la pura bondad, la bondad de quien no calcula pros y contras, la del instinto de supervivencia, la bondad de la mano tendida, será un momentito, déjenme solo unos segundos para conmoverme con el anciano que miró con ternura a un par de crías que hacían el gamberro y escogió ser bondadoso.

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