Rosas y espinas

Canta, pueblo, canta

imageComo hoy el jefe no me deja pedir el voto para nadie ni insultar o vacilar o halagar a nadie, me voy a dedicar a la canción. Cada gran cambio se merece una canción, y hoy quizá comienza un gran cambio. O eso creen algunos. Los asesinatos franquistas en la catedral de Victoria en 1976, durante una protesta obrera y pacífica y con Franco ya enterrado, tuvieron sus Campanades a morts. Aunque supongo que a Lluis Llach le molestará que la califique de canción. Es más que una canción. Mucho más que una canción. Aquellos asesinatos merecían algo tremendamente bello y desgarrador, como un gran alud de nieve en la montaña o la tormenta perfecta en el mar.

Después vino la transición y salió Habla pueblo, habla. Vaya porquería de canción. Además de penosa musicalmente, era condescendiente con el pueblo. Y no se puede ser condescendiente con un pueblo que ha sufrido una barbarie como la franquista. Acatamos la transición como se acató esa canción. Sumisos y asustados. Y dando por buena tal mancha en el traje democrático del buen gusto. Ninguna revolución puede triunfar bajo los acordes de una aberración musical tan perversa, humillante y desafinada. Ni siquiera puede hablarse de revolución bajo un bordón tan blando. Y aquella España necesitaba una revolución, no un apósito.

No estoy frivolizando. Los cambios que no se entonan con el arte que los precede siempre fracasan. El franquismo tuvo su falangista Cara al sol. Para crearlo, José Antonio reunió a poetas de belleza alta y espuria como Dionisio Ridruejo o Panero padre. O eso cuenta una leyenda tan apócrifa como verdadera. Después los fascistas mataron a los dos poetas, Lorca y Hernández, que podrían haber dado, con sus canciones, la victoria a los defensores de la libertad del pensamiento y de la mujer, que fueron los dos grandes objetivos de los fusiles del franquismo.

Tras el franquismo, el PSOE demostró su miedo al arte, y a la música en particular, de distintas y muy fascistoides maneras. Pero la más llamativa fue el veto a mi querido Javier Krahe, y a su alumno Joaquín Sabina. La canción Cuervo ingenuo sobre el trasvase ideológico del OTAN no al OTAN sí provocó la orden terminante de impedir que ambos volvieran a aparecer por aquella TVE que florecía entonces con programas como Si yo fuera presidente, del inimitable e inimitado García Tola. Por culpa de una canción, el PSOE acabó con la pureza de nuestra posible democracia, y eso entonces nos pareció anecdótico y trivial. Pero no lo era. Lo demostró el tiempo. Qué sabio y qué hijo de puta es el tiempo.

La abortada revolución del 15-M no tuvo su canción. Eso me hizo desconfiar de su futuro éxito desde el principio. Cuando todo empezó en la Puerta del Sol había canciones, pero no había "la canción". Yo, que soy muy ilusionable, intentaba convencer a mis directores de que aquello era el germen de un partido político que lo iba a revolver todo, que iba a lanzar ácido sulfúrico sobre el agua blanda de nuestro pasear por la historia interminable de la cobardía popular. Me tomaban a coña. No se lo reprocho, porque es poco serio tomarme a mí en serio. Y, además, yo podía aportar alguna idea, pero no podía tararear esa canción, porque aun no estaba escrita. Y todavía no lo está. Con una idea no se cambia el mundo, porque las ideas se corrompen. Lo que no se podrá corromper nunca es una buena y bella canción. Y eso es lo que me parece a mí que falta. A no ser que sea precisamente hoy cuando se escuche esa canción, y me tragaré alegremente mis palabras. Canta, pueblo, canta.

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