Asisto con indisimulado estupor a estos tiempos en que el debate ontológico global se centra en si borrarse o atiborrase de twitter. Será que soy un antiguo, pero yo preferiría seguir dándole vueltas a lo del sexo de los ángeles. Pasado el tifón de la elección de Donald Trump para un segundo mandato plenipotenciario (controla las cámaras alta y baja y el Tribunal Supremo), el pajarillo diabólico ha conquistado la agenda informativa con más titulares/día incluso que el trascendente pulso catódico entre Pablo Motos y David Broncano. Y cito al loco del pelo rojo porque su victoria es la que ha abierto esta caja de pandora. Frivolizando un poco, pero no tanto, podríase inferir que más de la mitad de los norteamericanos votaron a un delincuente y descerebrado fascista por culpa de una red social.
Las redes sociales no son responsables de que la sociedad global enferme de fascismo. La sociedad ya estaba enferma, y la interacción digital es como un microscopio a través del que observar el avance del virus.
Si las redes son perniciosas, es por culpa de este ambiente iliberal que paraliza a nuestros gobiernos a la hora de regularlas. Este agosto pasado, Brasil ordenó judicialmente el cierre del X de Elon Musk. El magistrado Alexandre de Moraes había exigido la cancelación de cuentas que incumplían las leyes brasileiras, X se negó y el togado llegó a calificar por escrito al magnate de "forajido", y justificó la orden de cierre total argumentando que un país civilizado no puede "permitir la difusión masiva de desinformación, discursos de odio y ataques al Estado democrático de derecho, violando la libre elección del electorado, al mantener a los votantes alejados de la información real y veraz". Suena a música celestial y huele a sexo arcangélico. Si un juez español escribiera algo parecido, le besaría las puñetas. Pero aquí los jueces, demasiados jueces, están distraídos persiguiendo podemitas y begoñas, dando pábulo a los delirios lisérgicos de los generadores de bulos desde periódicos, radios y teles de financiación dudosa, y manifestándose por las calles en contra de las decisiones del poder legislativo y de Montesquieu. Si es que no dan abasto.
Este mismo periódico publicaba hace nada una entrevista con el biólogo del CSIC Fernando Valladares, director de Ecología y Cambio Global del Museo Nacional de Ciencias Naturales. Confesaba el científico que exponer sus conocimientos en X le atrajo una cohorte de haters que profería contra él todo tipo de insultos. Enfatizaba después que incluso peor acoso sufrían sus camaradas mujeres. Qué sorpresón.
Uno tiende a hacer más caso a las eminencias académicas que a las arzobispales, no como los negacionistas. Y Valladares concluye su diserto con una reflexión que me pareció muy sabia: "Me nace no bloquear a quien me insulta. Necesito saber que esa gente existe". Yo también lo necesito: los científicos y los periodistas tenemos más cosas en común de lo que parece. Somos perseguidores, yonquis de lo insano. Lo que bien está, nos deja indiferentes.
Desde hace años vengo hablando con estudiosos del impacto de las redes en momentos de catástrofe. Hay dos peligros permanentes en dos tipos de usuarios: los ignorantes y los intoxicadores. Ambos cuestan vidas.
Como ejemplo de ignorancia homicida, no recuerdo quién me habló del incendio en una colonia turística de una isla griega o italiana hace ya años. A través de las redes, uno de esos inevitables y peligrosos líderes naturales que emergen en circunstancias de este tipo y se creen Bruce Willis por un rato, difundió que el mejor resguardo era refugiarse en el mar. Se abrasaron todos.
Pero hay otro tipo de seres más inexplicables: los que en medio de una emergencia difunden bulos solo con el afán de hacer daño. De confundir a la gente o incluso a los equipos de rescate, que acuden a alertas falsas, por ejemplo, y se juegan el pellejo por broma. El anonimato de las redes da total impunidad. Los ignorantes pueden ser homicidas, pero estos son asesinos. Lo que resulta inextricable es el impulso que los mueve. El porqué.
Por eso no entiende uno cómo los Estados no abordan ya una legislación que acote este imperio de la mentira dolosa que enseñorea las redes, y que también mata. Los gobiernos de derechas viven felices en ese fango: el propio Zuckerberg reconoció que, en su Facebook, un altísimo porcentaje de las fakes son de ideología ultraderechista. Claro que, si le pones puertas legales a este campo, los fakejóos de toda laya te acabarán acusando de censor. Y ese insulto concreto a la izquierda massimo dutti la acompleja y obnubila mucho. Yo me vuelvo al sexo de mis ángeles.
Comentarios
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