La orden ministerial publicada por el Gobierno para tratar de combatir la desinformación ha levantado muchas ampollas. Las acusaciones de censura o de pretender instaurar un "ministerio de la verdad" no han tardado en aparecer, como ha sucedido en cualquier país en el que se ha querido legislar sobre una cuestión tan compleja. No existen soluciones rápidas para atajar un problema que puede llegar, incluso, a quitar y poner gobiernos.
La desinformación o fake news se ha convertido en un auténtico problema, pero el modo en el que muchos gobiernos lo quieren resolver, lejos de atajarlo, lo acrecientan. No se trata de algo nuevo, aunque quienes hoy se erigen como adalides de la verdad se resistan a admitir que la desinformación, que a fin de cuentas es sinónimo de manipulación, se ha dado desde tiempo inmemorial, incluso, en los que se suponían medios de comunicación respetables.
El problema es la facilidad con que ahora se expanden las mentiras a través de las redes sociales y el modo en que se asume que lo publicado en internet, especialmente en las fuentes de las que un@ acostumbra a informarse, es verdad. En cierto modo, recuerdo aquellos tiempos en los que un "ha salido en la tele" zanjaba cualquier debate sobre la credibilidad de un asunto.
Así las cosas, el Gobierno pretende "atajar la desinformación", pero la delgada línea que existe entre conseguir eso y vulnerar la libertad de expresión es demasiado fina. España no es en absoluta pionera en este tipo de planteamientos. En este sentido, es muy recomendable el informe que la Universidad de Oxford, en colaboración con la BBC, publicó el año pasado analizando cómo lo están abordando diversos países.
Alemania, sin ir más lejos, hace ya casi tres años que introdujo una ley por la que las plataformas que cuenten con más de dos millones de usuarios tienen 24 horas para retirar contenido terrorista "obviamente ilegal", material racista o noticias falsas. De no hacerlo, las multas a las que se enfrentan alcanzan los 50 millones de euros. La presión de esa multa puede llevar a la retirada de informaciones cuestionadas que, en realidad, resultan más incómodas que falsas.
Admitámoslo: que sean los Estados quienes determinan qué es verdad y qué no provoca escalofríos. Obviamente, quienes hacen uso de la desinformación de un modo más intensivo y descarado, esto es, la extrema-derecha, es la primera que ha puesto el grito en el cielo, pero se trata de una cuestión que debería preocupar al grueso de la ciudadanía, de todo signo político.
Por otro lado, hacer descansar la solución al problema en la autorregulación de los grandes medios de difusión de la desinformación, esto es, las redes sociales, tampoco parece el mejor remedio, dado que facturar por clic es un incentivo que puede menoscabar la verdad. En este sentido, se ha avanzado mucho, tal y como está demostrando su lucha contra las fake news, incluso las del propio Trump, en las presidenciales de EEUU.
Entonces, ¿cuál es la mejor solución? No la hay única, sino una combinación de varias. Medios como Público, por ejemplo, hace mucho tiempo que se tomó en serio esta cuestión, poniendo en marcha su Mapa de la Transparencia, con la que sus periodistas demuestran el rigor de cada información, poniéndolo a disposición de los lectores y lectoras. Ese tipo de certificación en medios de comunicación es una contribución a combatir la desinformación.
Por otro lado, las organizaciones/empresas de verificación también juegan un papel esencial a la hora de atajar esta problemática, con la salvedad de que cuando entran en acción, la desinformación ya se ha producido, haciéndodose viral. Siguen el mismo patrón que ya el pasado mes de julio intenté transmitir en otro artículo titulado El error de la represión contra la desinformación. En él, me apoyaba en la investigación de diversos expertos que apuestan por atajar las situaciones sociopolíticas que propician la desinformación en lugar de censurarla. De otro modo, es como activar una 'guerra contra el terror', como hizo Bush tras el 11-S y que, en lugar de arreglar la situación, la agravó, porque no acudió a la raíz del problema.
Y este problema al que nos enfrentamos tiene múltiples aristas: mediática, tecnológica, social y política. Dada la complejidad del asunto, volvemos a mirar de frente a la que se presenta como solución de muchas cuestiones a largo plazo. Son remedios de extenso recorrido, una inversión mientras se despliegan acciones más inmediatas -entre las que la censura no debe ser una opción-. Las iniciativas de alfabetización mediática y los espacios de reflexión que abre la filosofía en la escuela -esa que alguna que otra reforma educativa se ha querido ventilar- siempre serán remedios más efectivos, seguros y libres que el control en los medios o la supresión del debate en las redes sociales, que abren puertas a tiempos muy oscuros.