El ministro Wert va de plaza en plaza triunfando como José Tomás en sus mejores tardes. Lástima de ese apellido tan poco taurino, debería españolizarlo un poco para sacarse un apodo como el de aquellos heroicos diestros de antaño: el Niño de la Werta, por ejemplo. En el arte de Cúchares siempre ha habido duelos que marcaban épocas, el de Joselito y Belmonte o el de Dominguín y Ordoñez, que certificara Hemingway desde la barrera. Pero José Tomás no tiene quien le haga sombra, lo mismo que Wert, que es todo mala sombra.
No era raro que los partidarios de Belmonte fuesen a las corridas de Joselito y viceversa sólo para ver si había suerte y veían al morlaco darle al objeto de sus odios un revolcón y una lección de tauromaquia. A veces se les iba la mano, como aquel fatídico día en que un belmontista le espetó a Joselito desde el tendido: "¡Ojalá te mate mañana un toro en Talavera!" Grito que resume a la perfección la educación popular de la época, ésa que pretende rescatar Wert, y que se cumplió al día siguiente, en el quinto de la tarde, de nombre "Bailaor", más española no pudo ser la cosa.
José Tomás y el Niño de la Werta se reparten los clamores de los aficionados según una sabia distribución de papeles: el sol, las orejas, los laureles y la gloria son para el maestro de Galapagar; la mala sombra, los pitos, las amenazas y las broncas, todas para el ministro, quien podría repetir el estoico comentario de aquel torero cuando le preguntaron qué tal había ido la corrida: "Hay división de opiniones, unos se cagan en mi padre y otros en mi madre". Wert (que de otras cosas no, pero que es un Cossío con corbata) ya está acostumbrado a hacer el paseíllo entre una tormenta de almohadillas y se toma el veredicto unánime con mucha resignación, con mucho arte y con mucha chufla, sabiendo que los apoderados lo han puesto ahí para distraer al personal, para que el populacho se desfogue en griteríos y no abarrote la plaza de Neptuno, que es el epicentro del bajonazo, la auténtica factoría de banderillas, el lugar donde nos sangran, nos torean, nos recortan y al final nos dan la puntilla presupuestaria.
Más allá de los pasodobles y de los sonetos de Miguel Hernández, el toro bravo español sigue embistiendo como siempre lo ha hecho, de frente, avisando, derecho al engaño, pero si Wert supiera un poco más de tauromaquia, debería sospechar que tantos pañuelos verdes en tantas plazas significan exactamente lo que sospecha. Si tuviera aunque fuese una pizca de pudor, regresaría de vuelta a los corrales a repasar en su edición del Cossío el capítulo dedicado a la vergüenza torera.
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