No es que Franco se hubiera marchado a ningún sitio, no podía, porque toda España es algo así como el muro donde marcó su territorio con una meada de cuatro décadas, una de esas pintadas penitenciarias donde por una vez fue el carcelero y no el preso quien dejó escrito el graffiti: "Franco estuvo aquí". Y aquí sigue después de todo. Pero últimamente la nostalgia por el dictador se ha disparado hasta un extremo vergonzoso, un revival que, de no ponerle freno, pronto convertirá el país entero en una extensión de ese acojonante bar de Despeñaperros donde hasta venden botellas de vino con el careto del invicto.
A la persistencia de Franco como muerto viviente contribuye no sólo su panteón (esa imponente cruz de piedra plantada en medio de un valle como una nave espacial del Antiguo Egipto que jamás salió hacia su destino) sino también la adoración convicta y confesa que rumia hacia el sanguinolento matarife toda la siniestra élite de la derecha española, desde ex presidentes hasta delegadas del gobierno, desde ministros a alcaldesas. Sin ir más lejos, la revista Interviú acaba de publicar un reportaje del Caudillo donde destacan las fotos de Franco jugando al tenis, ensayando el saque y el revés al estilo de una marquesa retozona. Yo mismo resucité a Franco en una novela donde aparecía como un zombi recauchutado y alimentado por la sangre de sus víctimas, una abominación llamada Franconstein que a la postre no era más que la corporeización metafórica de esas aberrantes fundaciones consagradas a la memoria de un asesino de masas.
Fusilamientos, torturas, masacres y estampas legionarias aparte, hay dos anécdotas que retratan de cuerpo entero al personaje. La primera la relata Indro Montanelli, que estaba entrevistando al Caudillo justo cuando alguien interrumpió la conversación para traer una foto de Mussolini ahorcado cabeza abajo junto a su amante, Clara Petacci. Montanelli vio cómo Franco abría un cajón, sacaba una lupa y se ponía a examinar la escalofriante imagen con el cuidado que dedicaría a un mapa militar. Durante el rato largo que estuvo escrutando la fotografía, Montanelli especuló sobre lo que podía estar pasando por la cabeza de aquel hombre al ver al aliado que más le había ayudado a ganar la guerra colgado como una longaniza al sol. Al final, Franco dejó la lupa a un lado y comentó simplemente: "Lo han atado mal".
La segunda está en el documental de José Luis Sáenz de Heredia, Franco, ese hombre, un ejercicio de vanagloria delirante e involuntariamente cómico donde casi al final de la película, el director entrevista al tirano desde un ángulo extrañísimo, casi genuflexo, y en un momento dado, ya al final, le pregunta si gobernarnos a los españoles es tan difícil como dicen. Franco casi se atraganta de risa mientras espeta con su voz de medio huevo: "No. Todo lo contrario". Tanto que más de medio siglo después sigue dirigiendo el guiñol desde la tumba.
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