Fernando Fernán Gómez es un nombre demasiado largo para un teatro. Si Fernando Fernán Gómez se hubiese llamado, no sé, Fernando Coca-Cola o Fernando Kaláshnikov, seguro que no habría ningún problema. Con el teatro Fernán Gómez ha ocurrido lo que predijo un amigo mío hace muchos años, que ese nombre, a pesar del gran actor que había detrás, estaba destinado a perderse, que iba erosionándose sílaba a sílaba hasta su desaparición: Fernando Fernán Fer. Según los responsables del teatro, "Teatro Fernán Gómez" es un nombre que dificultaba la comprensión: la gente se perdía, no daba con las puertas, algunos incluso se duchaban cuando todavía caía agua de la cascada confundiéndola con una piscina pública. Ahora, después de la polémica, quieren llamarlo "Fernán Gómez, Centro Cultural de la Villa" que suena mejor, es más llevadero y más corto. Pero mucho.
Pensándolo bien, lo de Centro Cultural de la Villa le viene al pelo a las catacumbas del Fernán Gómez porque cultura, lo que se dice cultura, en Madrid no queda mucha más. Después de más de veinte años de gobierno popular (veinte años no es nada, qué gran verdad) la ciudad no ha levantado cabeza. Y era una ciudad dinámica, alegre, bullanguera, el Madrid de la Movida, el Madrid de Tierno Galván, un señor que era jurista, filólogo, traductor de Wittgenstein y que, si le daba la gana, hablaba en latín. Luego, después de un sabio, tuvimos un Manzano, un faraón y una Botella, ni medio vacía ni medio llena, pero con muy mala leche. A Gallardón le tuvimos que aguantar un complejo infantil por falta de scalextric y un rencor a su tío abuelo Albéniz en que cambió pianos por tuneladoras. El resultado fue que Franco entró otra vez en Madrid, después de más de medio siglo, y que los madrileños vamos a estar pagando el pato de los desmanes urbanísticos y las masturbaciones olímpicas de esta gente hasta nuestros bisnietos.
A lo mejor es porque yo era más joven, no lo niego, pero en el Madrid de los ochenta el Festival de Jazz de otoño era una cosa seria. Allí yo vi, antes de que se chamuscara el Palacio de los Deportes, nada menos que dos veces a Miles Davis (el primero, el mejor concierto de mi vida, ya sin repetición, por desgracia) a Pat Metheny, a Oscar Peterson, un negro enorme que casi se confundía con el piano y que dejaba caer tal chaparrón de dedos sobre el teclado que, mientras se secaba la cara con una mano y se ajustaba los pantalones con la otra, la música repiqueteaba como lluvia.
Ahora lo que quieren es privatizar el teatro (léase: robarlo y repartirlo entre los amiguetes) y no parece que vayan a cortarse un pelo, teniendo en cuenta el expolio que Cospedal y sus cuatreros llevan perpetrando en la sanidad pública desde hace tiempo. Si no les importa atracar todo un señor hospital, con sus quirófanos y sus profesionales, pagado y financiado con sus impuestos para ponerlo en la cuenta de beneficios de Capio, imagínense lo que les va a importar cuatro tablas y un texto de Lope de Vega.
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