El arzobispo Rouco pretendía congregar a medio millón de fieles en su macrobotellón mañanero de la Plaza de Colón en Madrid, pero se quedó bastante corto. La verdad es que eligió un mal día: era domingo. En cualquier caso, aunque le fallaran un poco las expectativas, Rouco se vino arriba, arropado por los colores de esa bandera XXL que en los días de mucho viento amenaza con llevarse a Cataluña la plaza entera y con ella media Castellana. "No estáis solos" dijo, parafraseando el himno del Liverpool, y ya toda la homilía se desarrolló en este plan, como si en vez de una misa, estuviera celebrando una goleada o la llegada inminente de los extraterrestres.
Hubo hostias para todos. Las mujeres, a las que un orador anónimo animó en su secular destino de ganado sexual: "Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos" (al menos el hombre tuvo el detalle de decir "la autoridad" en vez de decir otra cosa). Los homosexuales, a los que no se citó expresamente pero que aguantaron el chaparrón con estoicismo, cada uno dentro de su armario. Los jóvenes "que han derrochado sus vidas con el alcohol, las drogas y el sexo salvaje". Esta referencia me indignó especialmente porque me pregunté qué cojones hacía yo a los veinte años leyendo a Nabokov.
El plato fuerte del macrobotellón fue, cómo no, la familia, un tema que en labios de Rouco suena particularmente extraño e inquietante. Porque ¿qué puñetas sabrá un arzobispo de los problemas prácticos de sacar adelante una familia, dar de comer a los hijos, educarlos, cambiar unos pañales? ¿Qué diablos sabrá un clérigo de formar una familia o incluso de encargarla? Si fuese en tiempos del Lazarillo, cuando cada cura contaba con su barragana, pase, pero hoy día el sermón suena tan desafinado como el de un vegetariano predicando las delicias del chuletón, un abstemio los placeres del vino o un neumólogo las ventajas del tabaco. Tanta teología y nadie ha caído todavía en la cuenta de que las referencias navideñas al belén son, como mínimo, ridículas, ya que San José, la Virgen María, el Niño Jesús y el Espíritu Santo forman una familia adúltera y desestructurada de libro: un matrimonio sin consumar, un bebé inesperado, una paloma ejerciendo de cuñado y unos cuernos sobrenaturales que con los del buey suman cuatro.
El mejor momento del sermón fue la banderilla que dedicó Rouco, casi como de pasada, al nuevo aborto de ley propugnado por Gallardón: "Ni siquiera el don de la vida se entiende como definitivo e inviolable". Se agradece la delicadeza eclesiástica al citar precisamente ese adjetivo ("inviolable") cuando hasta la denuncia por violación ha sido erradicada entre los supuestos del aborto. Al legislar en futuro perfecto, el PP trata a los embriones como si fuesen niños del mismo modo que nos trata a los ciudadanos como si ya fuésemos cadáveres. Cuestión de ir ahorrando tiempo. "Una familia es la formada por un padre, una madre y los hijos", concluyó Rouco, aunque no terminó de aclarar qué pintaban entonces en medio de esa trinidad él y el Espíritu Santo.
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