En medio de la euforia por la reunificación alemana, en medio de las celebraciones, los conciertos y los cánticos, hubo muy pocas voces discordantes. A Günter Grass, al que le faltaban unos diez años para lograr el premio Nobel de Literatura, le tocó hacer de Pepito Grillo y lo hizo a tope, con unas declaraciones lejanas e intempestivas que sentaron a muchos alemanes como una patada en los cojones. Advertía que, para él, no había ningún motivo de orgullo ni de alegría, que no veía la tan ansiada reunificación como la exitosa cirugía que unía a dos gemelos separados por la historia, sino más bien como el primer coletazo del IV Reich.
Algunos le tacharon de exagerado, otros de loco, mientras Grass meneaba la cabeza con esos bigotazos metafísicos suyos sin dejar de refunfuñar "Yo conozco bien a mi pueblo". Su exhortación resonaba en cada entrevista como el redoble de tambor de Oscar Matzerath, el niño que dejó de crecer por decisión propia a los cuatro años a la vez que canjeaba el sonido de la palabra humana por el ruido de un tambor de hojalata. Grass no hablaba por hablar, sabía muy bien la fascinación y el brillo que puede ejercer una imperiosa llamada al orden, sobre todo entre los jóvenes. Acabó revelando en un libro autobiográfico, Pelando la cebolla, que tenía 17 años cuando en 1944, en plena guerra, se alistó a una división acorazada de las Waffen SS. Poco importaba que ni siquiera disparase un solo tiro, la confesión iba a servir de munición pesada entre sus enemigos, dentro y fuera del país, principalmente para sus detractores israelíes, empezando por Netanyahu.
Lo cierto es que el propio Grass, el autor de Años de perro y El tambor de hojalata, un escritor a quien muchos consideraban la conciencia moral de Alemania, había sucumbido al espejismo nazi. Lo que, más que invalidar su advertencia, más bien la reforzaba, subrayaba el carácter embaucador, seductor y encantador del peligro. Porque el rasgo distintivo del nazismo, su nota dominante, no es el racismo ni el antisemitismo, sino el culto a la fuerza bruta y el desprecio del débil, precisamente los acordes de la interminable canción que lleva años entonando la contralto Angela Merkel bajo la batuta del Bundesbank. En su ultimatum a los griegos, en su infinito desprecio por la democracia, Merkel ha hablado con el aliento apestoso de Bismarck, del Kaiser Guillermo y de Hitler, los tres caudillos traídos directamente del Valhalla a lomos de la indómita valquiria junto al viejo sueño teutón de conquistar Europa.
Con bancos en lugar de tanques, con billetes en lugar de obuses, esta amenaza suena tanto más extraña cuanto que el presidente del Instituto de Investigación Económica de Munich, Hans-Werner Sinn, tampoco deja muchas más salidas a los griegos. Según Sinn, tanto si Grecia se va del euro como si se queda, las pérdidas podrían suponerle a la economía alemana unos 76.000 millones de euros. Tires por donde tires, allí está el sargento Ramírez. Al parecer, la verdadera opción está en manos de los griegos que tendrán que elegir entre la austeridad y la pobreza, o dicho de otra manera, entre la esclavitud y la libertad. En estos casos peliagudos siempre es conveniente recurrir a los clásicos y Tácito dio un excelente consejo: "En el riesgo hay esperanza".
Grass terminó de poner por escrito sus ideas contra la reunificación en Es cuento largo, una novela que el crítico estrella Marcel Reich-Rainicki (descubridor, entre otros, de Ruiz Zafón) despedazó literalmente ante las cámaras de televisión. De cualquier modo, tras la eclosión y florecimiento de la señora Merkel en medio del patatal alemán, tras comprobar su indecencia y sus ademanes dictatoriales, cobran un nuevo sentido aquellos versos escalofriantes con que concluía El tambor de hojalata:
Negra, la Bruja Negra estuvo siempre detrás de mí
Ahora también se me aparece por delante ¡negra!
Vuelve al revés el manto y la palabra ¡negra!
Me paga con dinero negro ¡negra!
Mientras los niños cantan y no cantan:
¿Está la Bruja Negra ahí? ¡Sí, sí, sí!
Comentarios
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