El hombre es el único animal que bombardea dos veces la misma piedra. Tres veces si hace falta. Si la respuesta bélica convencional fuese efectiva hace mucho tiempo que Oriente Medio hubiese dejado de ser un problema. Sin embargo, la experiencia demuestra justamente lo contrario, es decir, que cada bombardeo y cada masacre, en lugar de solucionar el conflicto, lo agrava. Al demoler Irak de arriba abajo, el ejército estadounidense y sus aliados prepararon el caldo de cultivo del Estado Islámico. Para no ser menos, el lunes la aviación francesa arrojó toneladas de bombas sobre la principal madriguera del Estado Islámico en una operación de revancha. La cual, en términos logísticos, ha resultado tan efectiva como lanzar una plancha contra un nido de cucarachas. Como intentar curar la gripe a hachazos.
Hace ya muchos años, poco después del 11-S, uno de los principales expertos estadounidenses en lucha antiterrorista declaró que atacar Afganistán como represalia por los atentados era un error monumental, puesto que los guerrilleros y terroristas de Al-Qaeda escaparían y se desparramarían por todo occidente dispuestos a continuar matando. La historia, por desgracia, le ha dado la razón con intereses. La CIA, cuyas siglas equivalen a Agencia Central de Inteligencia, demostró ser muy poco inteligente. Una labor de inteligencia, y de auténtico espionaje, hubiera sido (como sugirió el experto, en vano) infiltrar a unos cuantos espías en las escuelas coránicas, al estilo de los agentes dobles de la guerra fría, para que advirtieran de los próximos movimientos terroristas. Pero se prefirió el martillo al bisturí y al poco tiempo nos tropezamos con las bombas de Madrid y de Londres. Claro está, el bisturí no sale tan rentable como el martillo. A cambio de unos centenares de muertos y de unos miles de heridos -por no hablar de las incontables bajas en el otro bando- cuántos contratos de armamento, cuántas balas facturadas. No hay mercancía que se venda tan bien como el miedo.
Frente al atrincheramiento y la diáspora letal de Al Qaeda, la característica principal del Estado Islámico es que se halla expuesto a la vista, al descubierto, localizado y concentrado en un territorio dispuesto en forma de califato. No por nada, sino porque sus seguidores trabajan a destajo, degollando, quemando y asesinando hombres, mujeres y niños, para dar cumplimiento a la profecía islámica del Argamedón: una batalla que supondrá el fin de la historia tal como la conocemos y que tendrá lugar en las inmediaciones de Dabiq (Siria), cuando una gran coalición de ejércitos infieles se enfrente a un ejército de guerreros entrenados en la pureza y la fe del Profeta. Según el hadiz, tras la derrota de los infieles, caerán rápidamente Estambul, Al-Andalus y el Vaticano. De Cataluña y de Artur Mas la profecía no dice nada.
Propaganda apocalíptica aparte, resulta curioso que sigamos empeñados en aplicar esquemas occidentales a un enemigo del que lo ignoramos casi todo. Por algo el general Julio Rodríguez, penúltimo fichaje de Podemos, advierte que no sirve de mucho endurecer el código penal contra una gente dispuesta a inmolarse con un cinturón de explosivos en el pecho. A la misma estrategia obsoleta obedece la recompensa de 50 millones de dólares que el gobierno ruso ofrece a quien dé alguna información sobre el atentado contra el avión ruso que sobrevolaba el Sinaí. Cuando los Estados Unidos ofrecieron una cantidad similar por una pista sobre el paradero de Bin Laden, no consiguieron ni un triste chivatazo. Años después, un militar estadounidense con algo de curiosidad comprendió lo que ocurría al investigar sobre el terreno. Cuando les preguntó a los lugareños afganos qué harían ellos si tuvieran diez o veinte o treinta millones de dólares siempre obtenía la misma respuesta: "Comprar más cabras".
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