Con un encomiable sentido de la oportunidad, La Felguera Editores acaba de publicar La Movida modernosa, de José Luis Moreno-Ruiz, un libro que desmonta muchos de los mitos en que consistió aquel supuesto renacimiento de las artes y las letras. En cualquier época y lugar pocos movimientos culturales habrán sido glorificados con menos motivos, pero, amigo mío, es que la Movida en aquellos años era sinónimo de modernidad, aire fresco, libertad sexual, lo que fuera. De la noche a la mañana surgieron multitud de grupos musicales, pintores, fotógrafos, periodistas, cineastas: una intempestiva explosión de talento, como si hubieran sembrado Madrid de esporas mágicas. Algunos -entre los que me incluyo- sospechamos más bien pronto que tarde que allí había, por decirlo suavemente, mucha paja, mucho ruido y pocas nueces, pero qué podíamos hacer esas pocas voces disonantes entre un coro casi unánime de loas y alabanzas. Hace ya muchos años que escribí que Alaska era la demostración viviente de que la Movida no había ido a ningún sitio salvo, quizá, a la peluquería. No sabía yo cuánto me equivocaba. Habían ido mucho más lejos.
Porque lo que Moreno-Ruiz pone al descubierto, en una cirugía sin anestesia, es la trama en la sombra que convirtió el tenderete de unos cuantos músicos y artistas en un cóctel explosivo entre Babilonia y Atenas sito en la capital de España. Y lo que se escondía entre bambalinas, en realidad, era una operación de marketing cultural de una envergadura sin precedentes, un bombardeo publicitario por tierra, mar y aire en que no quedó una sola cuerda por tocar. "La Movida fue la manera que tuvo el PSOE de crear pesebres y estómagos agradecidos" dice Moreno-Ruiz. "Sirvió para controlar a los artistas, darles acceso a los medios y expandir así la domesticación generalizada". De este modo, subvencionados con toneladas de dinero público, muchos de los integrantes de la Movida fueron títeres al servicio del poder político, una obscena matraca que legitimaba el primer gobierno de Felipe González. Es el rostro de Felipe, no el de Almodóvar ni el de Alaska, el que aparece en la portada del libro, ataviado con una estrella rosa, para subrayar la provocación del subtítulo: "Crónica de una imbecilidad política".
Había multitud de cosas sospechosas en esa pretendida revolución cultural que nos traían envuelta entre guitarrazos fallidos y lencería barata, pero lo peor de todo, como apunta Moreno-Ruiz, era el sacrificio de la conciencia crítica en el altar del cachondeo barato. En este sentido, la Movida madrileña funcionó como un reloj suizo, al estilo de aquella fábula de la Transición según la cual las jeringuillas cargadas de heroína brotaron de repente en los barrios obreros para desactivar el malestar social y canjearlo por una noche de juerga en el Rock-Ola. Era mucho más sencillo, y por tanto más eficaz, aborregar a las masas de jovencitos a fuerza de canciones cutres, mucho maquillaje y música mala.
Había que vender, también, cierta idea obsoleta de la España eterna -los toros, el flamenco, las esencias patrias- y para ello nada mejor que disfrazar a Almodóvar con un traje de luces y rematarlo con una peineta. Ni en los peores tiempos del franquismo se habló tanto del arte del toreo en la televisión, la radio y los periódicos. Con todo, la parte más siniestra -por citar también a Alfonso Guerra- del libro es aquella que investiga la censura de los medios y periodistas díscolos y la prohibición institucional de ciertas voces disonantes, como el rock radical vasco. En su crónica por el lado oscuro de la Movida, Moreno-Ruiz llega a mencionar fiestas que se desmadraban en violaciones en grupo y de mercenarios del Batallón Vasco-Español invitados a orgías multitudinarias en el Rock-Ola. Una de las cosas más tristes de este país es que todo el mundo sepa quiénes son Alaska o Ramoncín y casi nadie sepa quiénes fueron Iceberg, Leño o Asfalto.
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