El lunes, dos días antes del atentado en Londres y más o menos a la misma hora, salía yo de la Abadía de Westminster después de presentar mis respetos a unos cuantos difuntos. Me importan un carajo las tumbas de reyes y reinas, pero guardo una devoción inmensa por la aristocracia de la mente, de modo que ya iba siendo hora de inclinarme ante los huesos de Livingstone, de Newton, de Byron, de Dickens, de Lawrence, de Kipling y de Händel. Entre las muchas cosas que les envidio a los británicos es ese respeto reverencial por su cultura, el cual les lleva a enterrar a sus escritores, artistas y músicos en el sitial más alto de la nación, cuando aquí, en el Panteón de Hombres Ilustres, no están Cervantes, ni Velázquez, ni Goya, ni Lope de Vega, ni Tirso de Molina, ni la madre que los parió. Abajo la inteligencia, viva la muerte.
El miércoles descubrí que la muerte me había pasado rozando en Londres sólo por dos días. Tampoco me asombró demasiado porque no era la primera vez que el terrorismo me pillaba cerca: un permiso durante la mili me libró de un intento de atentado en el Gobierno Militar de Burgos y, dos años después, una mañana de domingo, me desperté con un extraño sobresalto, miré por la ventana, oí una explosión y vi la columna de humo manchando el cielo azul tras la bomba que estalló frente al mercado de San Blas, junto a una comisaría, y que por suerte no mató a nadie. Dos de ETA y una del ISIS tampoco es mucha casualidad en medio siglo y en un mundo como el nuestro, donde el terror ya forma parte del paisaje cotidiano y los humildes peatones somos la primera línea de batalla y la última línea de batalla.
El atentado de Londres vuelve a demostrar una vez más, como si hiciera falta, que la cruzada yihadista y el cacareado choque de civilizaciones no se producen ya de un continente a otro, de un país a otro, ni siquiera de una religión a otra. Que víctimas y verdugos comparten muchas más cosas de las que creíamos, incluida la nacionalidad y la educación. Que la mayoría de los terroristas suicidas que brotan en occidente lo hacen por convicción, por hartazgo, por desgana, porque la violencia absurda y la promesa de un paraíso ultraterreno les dan una esperanza y un propósito que no puede proporcionarles ya el placer, el dinero, la televisión o la ficción de libertad. En este sentido, el yihadismo no es muy distinto a aquel anarquismo radical del siglo XIX que iba incendiando el mundo sólo por el gusto de verlo arder.
Khalid Masood, natural de Kent, 53 años, padre de tres hijos, profesor de inglés, aficionado al culturismo, converso tardío al islam y fichado en dos ocasiones, en 1983 y 2003, una por ofensas públicas y otra por posesión de arma blanca. Nada que ver con esos muchachos desesperados o fanatizados que forman el caldo de cultivo habitual del yihadismo. Hay otras explicaciones, por supuesto, desde el ajedrez internacional de las grandes potencias a la necesidad imperial de fabricar un enemigo y alimentar el miedo. La más sencilla de todas es pensar que se trataba de un demente, un caso más de esa repentina epidemia de locura que ensucia nuestras calles de sangre. Las víctimas, sin embargo, eran las de siempre: gente que pasaba por allí, como en Madrid, como en Bagdad, como en Berlín, como en Mosul. Gente de cualquier credo, de cualquier país, de cualquier sexo, de cualquier edad. Muertos que pasaban por allí.
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