Alguien me dijo una vez que España es, sin duda alguna, el país musulmán más adelantado del planeta. Lo decía básicamente por dos motivos: el hecho de que aquí la inteligencia esté supeditada a la memoria, al igual que el imán que se sabe el Corán de pe a pa; y la importancia esencial de las amistades y las relaciones familiares a la hora de buscar trabajo, ese "tú de quién eres" que se traduce también por "de parte de quién". Se le olvidaba, sin embargo, un aspecto esencial de nuestra idiosincrasia nacional, un rasgo heredado tras ocho siglos de dominación islámica y cultivado pacientemente en la horticultura particular de borbones y austrias. Me refiero, claro está, a nuestro exquisito y respetuoso trato hacia las mujeres, un colectivo que siempre ha disfrutado en España de privilegios excepcionales, como, por ejemplo, poder andar a cara descubierta.
Los peligros de este exceso de libertinaje se han visto una vez más expuestos a la opinión pública gracias a la oportuna estrategia de defensa de los cinco muchachotes acusados de una violación múltiple en los sanfermines y a la no menos oportuna táctica judicial que ha decidido husmear la conducta de la muchacha en vez de investigar el abundante y jugoso historial delictivo de algunos de los miembros de la Manada. En efecto, poco importa que Ángel Boza Florido, miembro de la peña ultra del Sevilla, estuviese fichado por diversos delitos de robo con fuerza e incidentes contra la seguridad vial; que Alfonso Jesús Cabezuelo Entrena, militar de la UME, tuviese un florido expediente de lesiones, riña tumultuaria y desorden público; o que José Angel Prenda Martínez, miembro de una peña ultra del Sevilla, también contase con diversos antecedentes penales.
Así mismo, el juez también ha desestimado la lectura y la escucha de diversos mensajes y audios del grupo de guasap al que pertenecían los acusados, donde alardeaban de sus planes de "follarse a una gorda entre los cinco". Nótese que en ningún momento dijeron que fuesen a violar a nadie, al contrario, esperaban contar con la colaboración desinteresada de una muchacha, lo más rellenita posible, que estuviese dispuesta a satisfacer las ansias sexuales de esta piara de sementales traviesos. "Quillo, en verdad follarnos a una gorda entre los cinco en San Fermín sería apoteósico" dijo uno de los acusados. "Prefiero follarnos a una gorda entre cinco que a un pepino de tía yo solo".
En cambio, para la justicia, el quid de la cuestión estriba en si la chica que acabó empotrada en un portal junto a los cinco aventureros etílicos hacía gala de una conducta conforme a la dignidad de su género. Es decir, si había bebido mucho, si iba bien vestida, si accedió de buena gana a los amables requirimientos de los galanes, y si, a la hora de la verdad, pretextó que le dolía la cabeza o que no tenía ganas. Incluso se ha aceptado de buena fe el informe de un detective, contratado por uno de los familiares de los acusados, que ha contrastado mediante exhaustivas pesquisas si la muchacha en cuestión, meses y meses después de la violación, mostraba a todas horas una pena acorde con su denuncia o si por el contrario seguía por ahí buscando parranda.
Se deduce, por estas y otras cuestiones de decoro, que una mujer española, honesta y decente como Dios manda, debe salir a la calle con la cabeza gacha, tapada de los pies a la cabeza, preferiblemente con un burka, y no probar el alcohol más que por recomendación médica. Lo que ha ocurrido aquí, más que una violación, es un escarmiento en toda regla, una lección de costumbrismo islámico que puede resumirse en el siguiente titular digno de Enid Blyton: "Los cinco se follan a una gorda".
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