La semana pasada Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, protagonizó de nuevo una extraordinaria actuación etílica durante la cumbre de la OTAN en Bruselas. Juncker caminaba tambaleándose (un pasito p'alante, María, un pasito p'atrás) y varios de los mandamases europeos tuvieron que sujetarlo para que no se les desmorrase contra el suelo. Al repasar las imágenes, las malas lenguas no pudieron contenerse y esparcieron el rumor de que Juncker se había bebido hasta el Mistol, pero el mandatario dijo que no, que se trataba de la ciática, uno de sus peculiares ataques de ciática en los que le empieza a derrapar la lengua, luego las manos, después los pies y por último el hígado.
Hace cosa de dos años, durante una cumbre en Letonia, la ciática le sorprendió una vez más haciendo el chorra, comparando corbatas, dando besos y saludando al estilo militar a Margallo. Cualquiera diría que estaba borracho, pero Juncker asegura que son los efectos secundarios del accidente de automóvil que sufrió en 1989 y tras el que permaneció en coma dos semanas. Hay gente a quienes las secuelas de un trastazo le regalan una cojera intermitente o terribles dolores de cabeza, pero a Juncker lo dejan haciendo eses y cantando La Cucaracha, y él tampoco tiene ninguna culpa de eso.
En el pueblo de un amigo mío, durante los encierros, había un borracho capaz de esquivar las acometidas de varias vaquillas furiosas mediante giros acobráticos, pasos de discoteca y maniobras circenses que desafiaban todas las leyes de la danza. Un año lo intentó sin probar una gota de alcohol y acabó hospitalizado con varias cornadas encima, el atropello de una moto y el bofetón final de la ambulancia. Como ocurre con otros alcohólicos, el problema de Juncker no viene cuando bebe, sino cuando está sobrio: entonces -mientras miles de refugiados se emborrachan definitivamente en el Mediterráneo- se pone a hablar de ética en vez de ponerse a hacer pedorretas, que es lo que mejor le sale.
El eterno debate entre forma y fondo ha encontrado en Juncker un recipiente que a veces es un porrón y otras veces una bota. Los modales de Trump, por ejemplo, resultan abominables, eclipsando a la reina madre con su corpachón y diciéndole a Theresa May que denuncie a la Unión Europea en los tribunales. Obama, en cambio, cumplía el protocolo a la perfección, aunque luego se le fuese la mano promocionando golpes de estado y bombardeando por millares hombres, mujeres y niños. Trump sólo había tomado un té, de manera que sólo le quedaba la excusa de la ciática para el marcaje que le hizo a la reina madre mientras ambos pasaban revista, pero tampoco hay que descartar que estuvieran bailando el rigodón y no acabara de aprenderse los pasos.
En cualquier caso, resultan conmovedoras las críticas que han despertado la falta de delicadeza de Trump en la prensa española: cientos de portadas, titulares y comentarios con apenas doce segundos de ignorar a una reina, cuando el rey emérito ignoró a la suya durante muchos años y no mereció ni una nota a pie de página. Este fin de semana se esperaba una verdadera avalancha de noticias sobre el escándalo del cobro de comisiones, las propiedades en el extranjero y la sospecha de cuentas campechanas en Suiza, pero al final, como siempre, han salido publicadas con típex.
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