J.A. GONZÁLEZ CASANOVA
Mientras la juventud soviética eludía la lectura obligatoria de El Capital por aburrida, los universitarios de aquí nos empachábamos de él por una sincera voluntad de revolución democrática anticapitalista. Quien aireó las tesis marxianas no fue, oh paradoja, el Partido Comunista de España, sino el falangismo desengañado de Francisco Franco y cristianos de base, curas incluidos. Con la caída del régimen soviético, Marx desapareció de nuestras bibliotecas; no así en la extinta URSS, donde los nuevos cachorros del capitalismo salvaje devoran El Capital para aplicar mejor la lógica del sistema. Con la democracia, Felipe González conminó al Partido Socialista a abjurar del marxismo y los católicos marxistas tornaron a las catacumbas. El sociólogo Salvador Giner ve como paradigma de la actual desmoralización ciudadana su desinterés más absoluto por el marxismo y el cristianismo social.
Pero, hete aquí que la escandalosa crisis financiera mundial ha puesto de relieve lo profético del análisis marxiano en sus afirmaciones esenciales. Marx no es un teórico del marxismo, sino del capitalismo. Se basó en la fisiocracia francesa (Quesnay, Turgot) y en la economía política, es decir, nacional-estatal, del liberalismo clásico anglosajón (Smith, Ricardo), del todo opuesta, por basarse en el control político del mercado, al "neoliberalismo" salvaje de los Reagan, Tatcher y Aznar. Como Indalecio Prieto, Marx pudiera haber dicho: "Soy socialista a fuer de liberal" porque los fundadores de la economía clásica fueron en realidad unos socialdemócratas avant la lettre.
Para el filósofo alemán, la verdadera libertad exige democracia, y esta es incompatible con el capitalismo. El capital oligárquico rompe la igualdad social y deja sin poder político efectivo al supuesto pueblo soberano en el seno de una sociedad clasista, basada en la apropiación privada minoritaria de unos bienes de los que depende, irracional e injustamente, el trabajo y la vida digna de millones de personas. Esa sería la contradicción radical del capitalismo, que le llevaría a morir de éxito. Obligado por su lógica interna de crecimiento ilimitado del lucro a costa de la fuerza de trabajo, la mundialización de su poder (a la que por fin ha llegado) se volverá impotente, pues el expolio le dejará sin objeto expoliado: una humanidad miserable o el planeta mismo. ¿Acaso no lo demuestra, como anticipo, la presente quiebra del casino financiero especulador ante el impago de un público azuzado al consumismo y a hipotecar su vida para que el capital no sufra su otra contradicción suprema: la superproducción invendible, aquella que la gente no puede comprar con el salario que recibe, es decir, la famosa plusvalía del capitalista denunciada por Marx?
Es significativo comprobar que la ideología del capital se ha impuesto de tal modo que yo no conozco ningún análisis de la crisis actual que vaya al fondo de la cuestión. Los economistas dan por bueno el sistema en sí mismo, pues creen, errónea o cínicamente, que responde a leyes científicas, eternas e inviolables, de una economía abstracta y matemática; no, como demostró Marx, al servicio justificante de unos intereses históricos minoritarios, egoístas e injustos, que han producido y producen auténticos genocidios cada vez más extensos. Todo el debate actual gira sobre excesos, fallos y corrupciones accidentales de unos simples ejecutivos codiciosos, no impedidos suficientemente por el absentismo de los poderes públicos. Si se corrigiesen, el capitalismo "bueno", el "clásico", volvería a funcionar. Bastan unas meras reformas de su funcionamiento y el pago de sus errores a bancos con grandes beneficios o botines y a empresas antisociales mediante mayores impuestos y reducción de servicios públicos básicos a las clases medias y subalternas, justo las más expoliadas.
Esto resulta tan incoherente como culpabilizar a la Cope absolviendo a los obispos. Y es que los Estados sufren el chantaje capitalista del síndrome de Sansón. Si se somete el poder económico del capital al democrático, le pasará a la ciudadanía lo que al gigante bíblico: derribó las columnas del templo, pero acabó sepultado bajo sus ruinas.
Pese a todo, la resurrección de Marx, dado por muerto con el final de la Historia, nos recuerda la popular frase del Tenorio : "Los muertos que vos matáis gozan de buena salud".
J. A. González Casanova es Catedrático de Derecho Constitucional y escritor
Ilustración de Iván Solbes
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