PEDRO CHAVES
Terminados los discursos y el marketing electoral en el Pepsi Center, la pregunta del millón de euros queda aún sin una respuesta clara: ¿realmente Barak Obama significará algún cambio significativo en Estados Unidos? ¿No será una imagen sin contenido real, una cáscara sin sustancia? Convendría precisar que los comentaristas del proceso electoral siguen inclinados a diferenciar los espacios en los que estos cambios pueden producirse. De una parte, la política doméstica –economía, empleo, déficit público, gestión de los asuntos estatales, derechos y libertades civiles, etc.–. De otra parte, la dimensión exterior, esto es, la posición de Estados Unidos en el nuevo tablero internacional y muy especialmente el asunto de la guerra de Irak.
Pero este enfoque, que sigue diferenciando entre un fuera y un dentro, minusvalora los cambios que se han producido en el mundo en las dos últimas décadas y la pérdida de relevancia de esa política de fronteras. El enfoque remite a un mundo de Estados donde las disputas a propósito de la soberanía seguirían rigiendo nuestros destinos. Ya no es así, o mejor, no es sólo así. Y Obama representa en buena medida una lógica del cambio que rearticula lo nacional y lo internacional en una nueva política. Las urgencias periodísticas hicieron perder de vista con rapidez la importancia de la victoria demócrata en las últimas elecciones legislativas en Estados Unidos. Por vez primera desde la guerra de Vietnam, ese vínculo entre lo de fuera y lo propio había supuesto una derrota brutal de la política de Bush y de los neocons en Estados Unidos.
El espacio político en el que Obama se sitúa no es una vuelta de tuerca más en la estrategia de la Tercera Vía, aquella propuesta de subordinación indecorosa de la izquierda socialdemócrata a las exigencias del neoliberalismo. Es la constatación de que las políticas neoconservadoras están prácticamente finiquitadas y, con ellas, las propuestas de acomodamiento de una parte de la izquierda a ese mundo. No por nada los Clinton actuaron de teloneros –imprescindibles, es verdad– en la Convención, y tanto los laboristas británicos como el SPD alemán viven horas más que bajas. Y por eso suena tan extemporánea y sin sentido la propuesta del Partido Demócrata en Italia. Y por eso también, en sentido contrario, ha resistido Zapatero en España. Parte de su habilidad consistió en no vincularse a la estrategia que Tony Blair proponía y experimentar con poco tino y mucho desparpajo en manantiales políticos tradicionalmente marginalizados en la izquierda reformista: el republicanismo por ejemplo. De paso, el PP de Rajoy ha sacado jugosas lecciones del cambio de ciclo histórico que estamos viviendo y se ha aprestado a enterrar no tanto y no sólo la retórica de la confrontación, sino la filosofía de fondo que ha practicado el partido durante estos últimos años.
Estamos en un período postneoliberal y las exigencias del momento están reconstruyendo el escenario político en todos los lugares. Y una de las claves es la minimización de esa política de fronteras en la que estamos socializados. Otra es la articulación de las necesidades del momento y nuevos liderazgos en condiciones de sobrepasar las fronteras más o menos tradicionales de los partidos políticos. Una tercera serían programas de reformismo fuerte en asuntos clave: Estado con capacidades políticas; control y regulación de los mercados; fin de la economía de casino internacional; reequilibrio en la redistribución de las rentas; multilateralismo en la esfera internacional; preeminencia de las políticas de consenso internacional en materia ecológica, entre otras.
Obama representa, a mi juicio, esta retórica del cambio de ciclo. No tanto porque defienda una política clara y abiertamente alternativa frente a la de Bush o McCain. Su valor estriba en haber sabido simbolizar las esperanzas de cambio de una sociedad hastiada de la intransigencia y el talibanismo doctrinario de los Bush, Cheney, Rumsfeld, Perle y compañía. Precisamente de su éxito da cuenta el haber movilizado a una base social más amplia, más heterogénea y transversal que la que simboliza Hillary Clinton. El esfuerzo de esta por representar al electorado tradicional demócrata ha tenido éxito, pero no es suficiente para ganar la elección presidencial de noviembre. Por su parte Obama no podrá triunfar sin la movilización de ese electorado golpeado por la política económica de Bush, cuya obsesión por transferir rentas a los más ricos ha empobrecido el país y deteriorado su posición internacional de una manera que no tiene precedentes.
Pero lo significativo es quien lidera la esperanza de victoria y cambio. En este punto no quedan dudas. El candidato demócrata a la presidencia de los Estados Unidos ha sabido conciliar, en el contexto de ese país, las necesidades apremiantes de sectores sociales muy amplios con un liderazgo que promueve con fuerza esa retórica positiva del cambio en contraposición a la prórroga de las políticas de Bush que John McCain representaría.
Probablemente no encontremos en las propuestas programáticas de Obama la concreción de esa voluntad de poner fin a los ominosos ocho años de Bush, pero en este caso precisamos, en primer lugar, de una traducción político-cultural para poder dar la importancia adecuada a lo que el candidato dice que va a aplicar cuando gobierne. Y en segundo lugar, reconocer que –como otras cosas en Estados Unidos– la teatralización va muy por delante de la realidad. Pero lo esencial ha echado a andar: las dos décadas de políticas neoliberales y la última, en particular, de hegemonía neoconservadora, han llegado a su fin. Situarse fuera del escenario postneoliberal es quedarse fuera del juego político.
PEDRO CHAVES es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid
Ilustración de ÁLVARO VALIÑO
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