César Castañón Ares
Investigador predoctoral en Historia Contemporánea por la UAB
"Si el Estado pone trabas para votar este 9 de noviembre, habrá otro 9 de noviembre para votar", ha declarado a RAC1 la vicepresidenta de la Generalitat de Catalunya, Joana Ortega. Éste es el último movimiento de una larga serie de juegos malabares con los que CiU viene ganando tiempo, manteniendo su política de recortes sociales, los últimos dos años y medio. En los medios de comunicación catalanes es frecuente escuchar, en un mismo día, declaraciones contradictorias de miembros del Govern de la Generalitat, que suelen empezar con palabras dubitativas acerca de las dificultades para hacer la consulta si el Gobierno de España y el Tribunal Constitucional no la reconocen, y se cierran con otras afirmaciones, normalmente por boca del portavoz del Govern, Francesc Homs, que con mucho optimismo asegura que la consulta se hará, sea como sea.
Lo cierto es que hasta la fecha, el mismo Artur Mas no ha aclarado cuál es su plan para el vaticinado momento en el que la Ley de Consultas catalana sea impugnada ante el Tribunal Constitucional. Habrá quien defienda que esta confusión se debe al conflicto en la coalición que forman Convergència i Unió; y algo tendrá que ver. Sin embargo, las razones políticas de semejante falta de claridad son de mucho mayor calado. Desde el momento en que se hizo público el acuerdo sobre la fecha y las preguntas de la consulta, en diciembre del pasado 2013, la principal preocupación de las diferentes fuerzas de la izquierda catalana era conseguir que ésta se llevase a cabo.
Había y sigue habiendo múltiples opiniones sobre el significado de las preguntas. Para los partidarios de la independencia, las respuestas a favor del sí, a un Estado catalán, y no, a que éste sea independiente, serían interpretadas —por quien fuera que las hubiese de interpretar— en clave de mantenimiento de la subordinación de Catalunya al Estado español; mientras que para algunos defensores de opciones federales o confederales esa misma respuesta tiene un marcado carácter independentista. Sin embargo, nadie en la izquierda parece disentir en que si la consulta se lleva a cabo, no será gracias a los esfuerzos de la actual Generalitat por organizarla. Incluso Esquerra Republicana parece haber depositado sus esperanzas en la presión al Gobierno desde fuera, cuando hace unos meses parecía inminente su entrada al mismo. Esto nos lleva a una primera conclusión que no debemos dar por obvia: CiU nunca ha querido, ni querrá, llevar a su consecuencia final —que como la misma Ortega ha reconocido, es la consulta— un proceso, el soberanista catalán, que le ha permitido mantenerse en el Gobierno los últimos dos años y seguir aplicando su política de recortes sociales y venta de patrimonio público, a pesar de estar en manifiesta minoría parlamentaria.
Es muy habitual, en los artículos de opinión de los diarios, en los debates televisivos y radiofónicos, considerar que el debate nacional en Catalunya se dirime entre dos posiciones de máximos: por un lado, quienes defienden la "indisoluble unidad de la Nación española" y la, también indisoluble, "soberanía nacional del pueblo español". Por otro, los negadores de toda relación social, cultural o sentimental de Catalunya con España, defensores de la independencia unilateral como única salida a un conflicto centenario. Sin embargo, lo que vienen a demostrarnos tanto las encuestas sobre el tema, como los recientes procesos electorales, es que esas opciones siguen teniendo hoy, a pesar de la voluntad de muchos medios de comunicación por alimentarlas, escasa capacidad para aglutinar mayorías sociales.
El conflicto de calado en Catalunya, impuesto por fuerzas sociales que superan el control de cualquier partido político, enfrenta a partidarios y detractores de que la consulta se lleve a cabo, más allá de las posibles respuestas a la misma. La indecisión ante este conflicto ha llevado al PSC a un hundimiento más acelerado que el del PSOE a nivel estatal. Y en este punto, la medida ambigüedad de CiU le está permitiendo mantener como aliado a ERC —que ha renunciado a todo programa social a cambio de una cada vez más incierta consulta—, y a la vez no distanciarse de los que son sus principales acreedores políticos y económicos, posicionados decididamente en contra de la consulta: Fomento del Trabajo Nacional, la CEOE o el Cercle d'Economia, entre otros.
Las declaraciones de Ortega acerca del próximo encuentro entre Mas y Rajoy —"En septiembre nos encontraremos. Será una llamada telefónica para volvernos a encontrar de manera discreta. Siempre lo hacemos con absoluta discreción, tengo confianza en que podremos avanzar en algunos aspectos y estoy convencida que en algunos avanzaremos"— dejan en evidencia la cada vez más cercana posibilidad de un acuerdo urdido en los despachos de la Generalitat y La Moncloa, no sabemos en qué términos, con la connivencia de los Gay de Montellà, Joan Rosell o Josep Piqué, que no sólo le devolvería la iniciativa política a CiU para recuperar la hegemonía perdida, también generaría un enorme desencanto en toda la gente que se ha movilizado a favor del derecho a expresar su posición de manera democrática.
En este contexto, la disyuntiva a la que se enfrenta la izquierda se clarifica. Si quiere disputarle la hegemonía en el movimiento soberanista a CiU —y a su principal escudero en estas lides, ERC, que es quien de facto controla el timón de la Asamblea Nacional Catalana—, si la izquierda quiere recuperar la iniciativa para poner en el centro de la mesa los derechos democráticos y sociales, no le queda otra que ponerse al frente de la movilización por una consulta el próximo 9 de noviembre, con o sin el beneplácito del Gobierno de España y del Tribunal Constitucional. El conflicto político sobre la soberanía de Catalunya hace tiempo que ha superado los límites del debate nacionalista o independentista, y se dirime entre dos formas de hacer política: una, decididamente partidaria del poder popular, de la democracia, y consecuentemente, de que la consulta convocada es una expresión de soberanía política anterior a todo corpus legal que pueda validarla o ilegalizarla; otra, firmemente asentada en los acuerdos de despacho entre castas políticas y económicas, que en público aparenta estar profundamente enfrentada, pero que en la discreción, va ganando posiciones de acuerdo. Cuál de las dos vencerá en este conflicto lo sabremos en los próximos meses.
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