Hace 21 años, en 2001, hubo sólo 77 condenados por tenencia o distribución de pornografía infantil en España (cifras de INE). Doce años después, en 2013, España ya era el segundo consumidor del mundo y primero de Europa en consumo de material donde se abusa de criaturas. En la actualidad, confinamiento mediante, la media en nuestro país ya es de 21.000 descargas de pornografía infantil a la semana. A pesar de las facilidades que tienen los depredadores para enmascarar su localización, los detenidos rozan ya los mil al año. Una miseria, para lo que de verdad está ocurriendo. La policía recibe más de 300 denuncias diarias por parte de personas que se topan con este contenido en sus redes sociales. Porque sí, lo cierto es que en la deep web se mueve la mayoría del material con abusos a niñas y niños, pero la impunidad que sienten hace mucho que los sacó de allí y campan por cualquier sitio. Sobre todo salen buscando hacer comunidades que ampliar en la deep web, como alertó Celia Carreira, inspectora jefa de sección del área de protección al menor de la unidad central de ciberdelincuencia de la Policía Nacional.
Los números son claros: la inmensa mayoría de estos depredadores siguen sin ser detenidos. Siguen consumiendo y distribuyendo abusos sin que sea posible dar con ellos.
La cuestión es que siempre que pensamos en esto, la mente nos lleva a las víctimas primarias: las criaturas agredidas. Vulnerables, sin que nadie pueda encontrarlas en la mayoría de los casos para poder darles protección y la vida que merecen. Yo tampoco había pensado en las víctimas secundarias, en las colaterales: sus propias criaturas y sus parejas.
Fue a raíz del audio de esta oyente en el podcast (minuto 36.25), que pude imaginar (solo imaginar) la magnitud real de esta violencia. Esas 21.000 descargas semanales de pornografía infantil no ocurren en casas vacías, donde solo habita un ser despreciable. Hay familias, niñas, adolescentes, mujeres... madres, hermanas, hijas conviviendo en esas mismas casas. Por desgracia muchas veces no lo saben, pero muchas otras sí. En muchas ocasiones, ya han sufrido detenciones en sus propios hogares, registro de su intimidad, de sus pertenencias, buscando al culpable. Y mientras pierden recuerdos y partes insustituibles de sus vidas porque se las llevan como potenciales "pruebas", también ven cómo su padre, su hermano, su marido, son detenidos por algo que ellas jamás hubieran imaginado. Porque no son enfermos ni llevan gorros con luces de neón, son hijos sanos del patriarcado con familias y vidas normativas.
¿Cómo no será la culpa y la vergüenza, la rabia y la impotencia que sufren? ¿Hasta qué punto se sienten responsables por lo ocurrido? ¿Cómo siguen con sus vidas, aun más cuando las condenas no dan con ellos en la cárcel sino con libertad vigilada, como es el caso de la compañera? ¿Qué se hace cuando, además, y para sorpresa de nadie, el pedófilo es tu maltratador y te tiene completamente anulada?
¿Hasta dónde puede llegar una mujer, con los mandatos de género saliéndole por los poros, para salir airosa de una situación así? Creyendo, además, que ellas pudieron hacer algo, o que debieron darse cuenta. Incluso cuando pasan los años, siguen culpándose por lo que no hicieron o por lo que pudieron hacer mejor. Pero, ¿quién está preparada para algo así? ¿en qué situación están, de hecho, cuando se enteran? Una no muy buena, sin duda. Pero aunque te pille fuerte y al 100%, ¿en qué estado te deja algo así?
En el caso de la compañera que compartió su experiencia, lo cual le ha costado más de 10 años, lo que necesita es hablarlo y que se hable. Que no está sola en esto ya lo sabemos, pero la culpa y la vergüenza, el miedo al juicio y al descrédito no puedo ni imaginarlo. No son culpables de nada, no son cómplices de nada, son víctimas secundarias. Porque la violencia que ejercen los hombres no solo tienen una víctima, tienen muchas más, y generalmente son también criaturas y mujeres. Las de sus entornos, sus familiares.
El qué pasó después en el caso de la compañera, les invito a escucharlo. Es su voz la que cuenta, es su experiencia, y hoy solo quisiera ser su altavoz. Mejor que ella, nadie puede contarlo.
Como decía un oyenta, lo mejor es contarlo. "Contarlo, contarlo y contarlo... para que duela menos".
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