Este fin de semana se ha publicado un vídeo en el que el dalái lama forzaba a un niño a que lo besara en la boca. Después, tras mirar al menor un largo e incómodo rato, con medio mundo observando, el dalái lama le ordenó al niño que le chupase la lengua, la cual saca para que el chico proceda. El vídeo que he visto está cortado antes de que el niño, visiblemente incómodo, llegue a tocar la lengua de su abusador, pero bastante cerca de hacerlo.
Este abuso público no es el primer episodio de esta índole en el que el ganador del Premio Nobel de la Paz está involucrado: el dalái lama es un encubridor de pederastas confeso, tan cómplice de abusos infantiles como los líderes de otras religiones, incluidos por supuesto los católicos.
He visto a gente preguntarse cómo era posible que alguien considerado un referente moral para millones de personas en el mundo sea capaz de algo así. Y, la verdad, esta gente me enerva más que las previsibles y desvergonzadas disculpas del dalái lama, que ha alegado haber estado tan solo "bromeando" con el niño. La verdad es que, más que una broma, pareciera como si los casi 90 años que le alumbran le hubiesen impedido distinguir si estaba en público o en privado al abusar del niño. La excusa de la broma no se merece ni comentarla, pero quizás sí debamos pararnos un momentito a sentir miedo por el hecho de que tanta gente —y hablamos exclusivamente de gente adulta— se sorprenda y no dé crédito ante la idea de relacionar "líder espiritual" con "abusos". No sé cuántas más pruebas necesitan esta gente, no sé cuántos millones de niños y niñas rotas son necesarias para borrarles el asombro y cambiarlo por rabia.
Esa falta de rabia, ese "aislar casos" cuando los delitos son sistémicos y sistemáticos, es lo que perpetúa la violencia contra las personas más vulnerables. Hay que combatir esta ausencia de ira, esa ceguera selectiva, y hay que destruir el encogimiento de hombros que sucede a la sorpresa. Hay que arrasarlos porque son los andamios sobre los que se sientan los hombres. Porque no podemos tampoco hacer como si no supiéramos que quienes violan, abusan, humillan y matan son ellos. Y son precisamente ellos los que ganan al no permitir que las mujeres lleguen donde están ellos; el caso del dalái lama es bastante gráfico. Las mujeres están vetadas en las religiones, y no, tampoco es causalidad.
El dalái lama no ha sido el único señor de más de 80 años que ha sido noticia estos días. También lo ha sido Sánchez Dragó, a lo que los medios (especialmente los de derecha, claro) han ensalzado a través de plumas masculinas. Ni una sola mujer he visto escribir algo bueno de él. Quizás es que las mujeres no solo recordamos su relato de pederastia, sino que además actuamos en consecuencia, como si cualquiera de nosotras pudiera haber sido esas niñas. Porque sí, todos los (con O) plumillas de estos medios que hablan casi en verso para despedirlo se saben al dedillo las palabras de Dragó en uno de sus ensayos: "No eran unas lolitas cualesquiera, sino de esas que se visten como zorritas, con los labios pintados, carmín, rímel, tacones, minifalda [...]. Las muy putas se pusieron a turnarse [...]. No hay nada como la piel tersa, los pechitos como capullos, el chochito rosáceo". Tenían trece años según su propia descripción.
Dragó, quien criticaba el otro día a Ana Obregón, presumía de haber tenido un hijo con casi 80 años. Alguien le decía que la edad que importaba no era tanto la suya, sino la de la madre de su hijo, y que imaginaba que no tendría los 69 de Obregón. Dragó respondía entonces que de ella haber tenido esa edad, él no se hubiera acostado con ella. Y, lo cierto, es que su pareja tiene casi 60 años menos que él (otro día hablaremos de esta moda de que los hombres tachen de "edadismo" lo que no es).
Es lógico que nosotras acabemos agotadas y asqueadas cuando las noticias como las mencionadas arriba se dan codazos en las portadas de los medios. Y es que pasa a menudo, si prestamos atención: hombres dando titulares estomagantes y otros hombres rindiendo pleitesía o justificando a los primeros. Asistimos a menudo al espectáculo de unos y otros, los que delinquen sin pasar jamás por la cárcel y los palmeros que les cacarean risas enlatadas. Asistimos, incluso, a los entierros donde absolutos depredadores son enterrados con lágrimas y gloria.
Nosotras sabemos mejor que nadie que el karma no existe, y que siempre se nos mueren los malos de viejos y en sus cómodas camas.
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